Dos días después
New York
Alan
Opciones, alternativas, encrucijadas... no importa el nombre bonito que les pongas. La verdad desnuda es que siempre se reducen a lo mismo: dos caminos opuestos. Y de esos dos, uno es el correcto. ¿Encontrarlo? Eso ya es otra historia. A veces, el universo —o el maldito destino, o quien sea que se divierta tirando los dados sobre nuestras vidas— decide ponértelo fácil. Un milagro, casi. Una casualidad escandalosamente rara. Pero la mayoría de las veces, no.
La mayoría de las veces, te mete de cabeza en el peor infierno. No importa lo mucho que lo pienses, que lo analices, que lo planees. El camino que tienes que tomar es el más jodido, el más empinado, el que te rasga las rodillas y el alma a partes iguales. No sé si es un castigo, una broma de mal gusto o simplemente nuestra mala estrella. Pero hay algo que sí sé: No importa cuánto lo evites. No importa cuánto patalees. Tarde o temprano, esa puerta te encuentra a ti. Y cuando eso pasa, cuando el golpe resuena y no puedes mirar a otro lado... ahí empieza la verdadera prueba.
La gente, claro, reacciona de diferentes formas. Están los de sangre fría. Los que se tragan todo sin parpadear, como si nada pudiera tocarlos. Tipos que parecen de acero, pero que por dentro... quién sabe qué m****a esconden. Luego están los otros, los que la zozobra los devora antes siquiera de dar el primer paso. Se rinden antes de luchar, dejan que el miedo les ponga una pistola en la cabeza y aprietan el gatillo ellos mismos. Y, por último, los que esperan lo peor. Los que abrazan la desgracia como un viejo amigo. Los que, en lugar de resistirse, se visten con la tragedia como un abrigo pesado, convencidos de que así dolerá menos cuando llegue el golpe.
Cada uno sobrevive como puede. Pero la vida... la vida no da medallas por resistir ni por ser valiente. La vida simplemente sigue su curso, te aplasta o te deja en pie, pero nunca se detiene a preguntarte si estás bien. Y eso... eso es algo que uno aprende a la fuerza. O no aprende nunca.
A mi edad actuaba con sangre fría, nada me sorprendía, ni siquiera que mi enemigo viniera a tocar mi puerta. Más bien la curiosidad se colaba como un invitado inesperado, sigilosa y persistente. No esperaba que llegara con una bandera blanca para repetirme alguna absurda tregua. Siendo honesto, esos milagros no suceden y yo lo sabía mejor que nadie. La visita de un miembro de la familia Collins no era cortesía, había algo más oscuro tejiéndose en las sombras. Aun así, sin mostrar un atisbo de duda, le dije a Ruth que hiciera pasar al visitante.
Acomodé con parsimonia los papeles sobre mi escritorio, aspiré una bocanada de aire que sabía a desgaste y a plomo, y fingí estar ocupado revisando mi celular mientras sentía, más que veía, cómo la puerta se abría lentamente, dejando entrar la silueta de una mujer. Alcé la vista con desinterés estudiado, y allí estaba: no era la hija de Alfred, como quizá habría esperado en un arranque de optimismo estúpido, sino la bruja de Hillary, plantada en el umbral con esa pose suya de superioridad plastificada y sonrisa hipócrita que me revolvía el estómago.
—Buenos días, Alan —entonó, con esa voz empalagosa que pretendía sonar afligida pero no lograba disimular el veneno que cargaba debajo—. Te agradezco por recibirme.
Le sostuve la mirada, ladeando apenas la cabeza, como si analizara un insecto desagradable bajo una lupa.
—Eran buenos días, Hillary —espeté, dejando que la burla se arrastrara en cada palabra—. Ya los arruinaste con tu presencia en mi oficina... ¿Qué se te ofrece? ¿Por qué dejaste tu cómoda casa en el infierno?
Vi cómo sus ojos se entornaban con fastidio, aunque intentó conservar la compostura, tensando los labios en una mueca que no lograba disfrazar el desprecio.
—No soy la esposa de Satanás, como repites —dijo, con fingida dignidad—. Acabo de enviudar y deberías ser más condescendiente conmigo, no recibirme con dos piedras en la mano.
Solté una risa seca, amarga, mientras me echaba hacia atrás en el sillón de cuero que crujió bajo mi peso.
—Deja el melodrama —gruñí, sin apartar mis ojos de los suyos—. Tú no me soportas, ni yo a ti, es recíproco lo que sentimos el uno por el otro. Ve al grano de una maldita vez.
Hillary alzó la barbilla, como una actriz mediocre ensayando su gran escena. Dio unos pasos hacia el escritorio, el eco de sus tacones repicando sobre el piso de mármol en el silencio espeso de la oficina.
—Dado el alboroto de la prensa y los rumores que circulan en los mercados bursátiles por el accidente de Alfred —comenzó, midiendo cada palabra como si fueran piezas de ajedrez—, vine a proponerte un acuerdo...
Entrecrucé los dedos sobre el escritorio, forzándome a no levantarme y largarla a patadas.
—¿Un acuerdo? —repetí, dejando que la burla impregnara mi tono—. ¿O un puto chantaje para dejar de andar divulgando que soy el culpable del accidente?
Hillary sonrió, esa sonrisa de serpiente que nunca había logrado perfeccionar.
—¿Cómo vas a pensar eso de mí, Alan? —dijo, casi ronroneando—. Jamás hablaría de ti... y si dice algo la prensa, será porque deben tener pruebas contra ti. Quizás... testimonios... o tal vez alguien de tus empleados habló de más sobre la propuesta del gobierno chino...
Sentí el calor subirme por la nuca, pero mantuve el rostro de piedra. Apreté los dientes hasta que me dolieron.
—Sabes que no hice nada contra Alfred —respondí, cada palabra un latigazo contenido—. Era mi amigo, íbamos a asociarnos... pero no puedo decir lo mismo de ti. Tú lo mandaste a asesinar para quedarte con sus empresas, y ahora quieres embarrarme en tus porquerías.
Ella fingió una mueca de escándalo, una pantomima grotesca.
—Alan, acá los dos perdemos —dijo, acercándose aún más, invadiendo mi espacio como un cáncer—. Mejor es unirnos. Firmar la alianza... pero con unos pequeños ajustes en los porcentajes de las participaciones. Como una forma de retribuirme por mi colaboración para convencer a la hija de Alfred...
Golpeé la palma contra el escritorio con fuerza, haciendo vibrar los objetos sobre la superficie. Hillary ni siquiera pestañeó, maldita bruja acostumbrada a lidiar con monstruos peores que yo.
—¡Dinero! —espeté, escupiendo la palabra como si me quemara la lengua—. De eso, maldita sea, se trata toda esta payasada. Pero te estrellaste conmigo. No verás un puto centavo de mi parte...
La sonrisa de Hillary se volvió cortante como una cuchilla.
—Conozco la terquedad de esa muchacha —dijo, encogiéndose de hombros con falsa pena—. No firmará nada... menos si te considera el asesino de su padre.
Sentí la sangre hervirme en las venas, un impulso violento apoderándose de mí. Me incorporé de golpe, el sillón rechinando, y la señalé con el dedo, con el rostro torcido en un rictus de rabia que ya no me molesté en ocultar.
—¡Hija de puta! —rugí—. ¡Lárgate de mi oficina o voy a olvidar que eres mujer! ¡Ahora!
Por un instante, vi el miedo cruzar fugazmente su mirada, antes de que volviera a alzar su máscara de altivez y saliera por la puerta.
Al final, el resto del día estuve recibiendo mensajes de Kelly, como si ya los rumores de la visita de la perra de Hillary hubieran llegado a sus oídos. Apuesto que alguna de las secretarias le fue con el chisme. Pero no tenía ni la más mínima intención de lidiar con el huracán de mi hermana, y mucho menos esta noche asistir a esa cena improvisada con James Evans y unos cuantos empresarios de la aeronáutica. No, gracias. Ya había tenido suficiente del puto accidente, suficiente de conspiraciones y suficiente de sonrisas falsas.
Y está noche, como un imbécil, terminé en la discoteca de siempre, esa a la que vengo cuando necesito olvidar un rato, cuando necesito perderme entre música, luces, cuerpos y alcohol, buscando un poco de diversión, pero para colmo, me niega su maldita mano.
Todas las mujeres interesantes ya están acompañadas, o me ignoran como si fuera invisible. No, no estoy perdiendo el toque, solo no estoy de suerte. Así me abro paso entre la multitud —empujones, hombros que chocan, risas huecas y perfumes baratos mezclados con sudor— hasta llegar a la barra.
—¡Hey! ¡Un whisky doble, sin hielo! —le grito al barman, haciéndome oír sobre el estruendo de la música, mientras me dejo caer pesadamente en el primer asiento libre que encuentro. El cuero del taburete está caliente, pegajoso, incómodo.
Mientras espero el trago, mi mirada se pierde al otro extremo del local, entre las luces estroboscópicas, los destellos de neón, los movimientos frenéticos de los cuerpos, y entonces la veo. Ahí está.
La mocosa.
Una sonrisa ladeada me nace en los labios, automática, arrogante. El barman me desliza el vaso por la barra; atrapo el cristal frío con un movimiento rápido, sin despegar la vista de ella. Y avanzo. El vaso en una mano, la otra en el bolsillo, abriéndome paso entre el gentío sin quitarle los ojos de encima, como un depredador que ya eligió su presa.
Llego hasta donde está, me acomodo a su lado como si el espacio me perteneciera, dejando que mi cuerpo roce apenas el suyo, provocándola. Me inclino hacia ella, sonrisa descarada en los labios, el whisky todavía temblando entre mis dedos.
—¿Otra vez debo rescatarte, mocosa? ¿No aprendiste tu lección? —le susurro al oído, dejando que mi voz raspe entre la música como una caricia peligrosa.
Ella se gira despacio, muy despacio, como si midiera cada movimiento. Levanta el rostro, y me lanza esa mirada desafiante que me prende fuego las entrañas, una mezcla perfecta de orgullo, desprecio y tentación. Se moja los labios de forma inconsciente antes de hablar, y casi me echo a reír.
—Hola, desconocido —responde con un tono insolente, alzando la barbilla—. Lamento decepcionarte, pero esta noche no me pondrás un dedo encima con la excusa de llevarme a casa.
Sus palabras son un latigazo, pero la forma en que me sostiene la mirada, altiva y temblorosa al mismo tiempo, me hace sonreír aún más. Me inclino un poco más cerca, mi hombro rozando el suyo, sintiendo su perfume, esa mezcla de tequila, piel joven y desafío.
—¿Es una invitación…? —dejo caer la pregunta, saboreando cada palabra, como si el simple hecho de provocarla fuera el verdadero placer.
Ella aprieta los labios en una línea fina, como conteniendo las ganas de decirme algo peor. Se gira un poco, dándome la espalda, pero no se aleja del todo; sostiene su vaso de tequila con una mano tensa, mientras con la otra se aparta un mechón de cabello detrás de la oreja. Sin mirarme directamente, me lanza una mirada rápida por encima del hombro, casi como una advertencia.
—Debo irme —dice, su voz temblando lo justo para delatar que no es tan indiferente como pretende.
Me río en silencio, dejando que el sonido vibre en mi garganta mientras doy un sorbo lento a mi whisky. No pienso dejarla ir tan fácil.
—Gracias por lo del otro día —añade, con un esfuerzo casi visible en sus hombros—. Dime cuánto te debo.
No dudo un segundo.
—Un baile —respondo, dejando el vaso sobre la barra y apoyándome en ella con los codos, acercándome aún más—. Un baile y tu deuda está saldada conmigo.
Ella se queda inmóvil por un instante, como si mi petición la descolocara. Después se da vuelta lentamente, enfrentándome de nuevo, los ojos entornados, las pupilas dilatadas.
—¿Un baile? —repite, alzando una ceja, como si no creyera haber escuchado bien.
Asiento despacio, sin apartarme un milímetro, como un reto silencioso.
—Sí —susurro—. Solo eso quiero... si te atreves.
Mis palabras quedan suspendidas entre nosotros, bailando al ritmo de la música, mientras su respiración se agita apenas, mientras sus dedos tamborilean nerviosos contra el vaso, mientras su cuerpo tenso me grita todo lo que su boca no se atreve a decir. Y yo espero. Sonriendo. Paciente. Hambriento.
La misma nocheNew YorkNickyEn la base existe un lema: “La vida no es muy diferente a un vuelo de entrenamiento” y tiene mucha verdad, pues antes de tocar los controles, antes siquiera de despegar del suelo, te obligan a estudiar los riesgos, a memorizar cada posible complicación que podría partirte las alas en pleno aire. No es un capricho: es supervivencia. Porque volar no es un acto de fe, es una operación precisa, una danza fría entre el cálculo y la intuición. La ansiedad no tiene cabida en la cabina; si permites que entre, te hará caer en picada antes de que puedas corregir el rumbo.Y en la vida ocurre igual. No basta con desear llegar a la meta. Hay que aprender a leer el viento, anticipar las turbulencias, resistir la tentación de lanzarse a ciegas solo porque el horizonte parece despejado. Nada es lo que parece a simple vista. Un rostro amable puede esconder una tormenta. Una oferta dorada puede llevar oculta una trampa oxidada. No importa cuán brillante sea la oportunidad
La misma nocheNew YorkAlanAlguien dijo una vez que seducir a una mujer es como cerrar un trato importante: tienes que leer entre líneas, descifrar cada gesto, cada silencio, cada palabra que no dice. No basta con soltar promesas dulces como caramelos baratos, porque si te precipitas diciendo justo lo que esperan oír, pierdes la oportunidad de llenar tus bolsillos.Con ellas, la estrategia es la misma. Te conviertes en un cazador paciente, leyendo el lenguaje de sus cuerpos como un mapa antiguo, siguiendo la curva de una sonrisa traviesa, el parpadeo nervioso, la ligera inclinación de sus caderas. Si te lanzas de golpe, si revelas todas tus cartas sin invitar al juego, lo único que recibirás será un portazo en la cara. No habrá cama desordenada, ni piel contra piel. Solo frustración y una amarga sensación de derrota. Así que esperas que sean ellas quienes crucen la distancia. A que el trato se cierre... en sus propios términos.Esas son mis reglas de seducción, las que siempre he se
El mismo díaNew YorkHillarySi quieres sobrevivir en un mundo de tiburones, no basta con nadar rápido. Tienes que convertirte en uno... pero ser más astuta, como una cobra silenciosa, oculta entre las sombras, esperando el momento justo para deslizarse, seducir y clavar el colmillo donde duele más, donde nadie lo ve venir. No es un juego para débiles. Es una partida donde las piezas se mueven con el cerebro frío, la intuición afilada como navaja, y un olfato infalible para detectar la oportunidad antes de que otros siquiera la huelan.No se trata solo de ambición. No. Es algo más profundo, más venenoso: es el hambre de estatus, de tocar el lujo con las yemas de los dedos, de llevar un apellido como un escudo dorado en medio de un campo de batalla disfrazado de cócteles y sonrisas perfectas. Ser "señora de sociedad" no es una meta romántica. Es una estrategia. Una conquista en un mundo donde ganar significa nunca mostrar el verdadero precio que estás dispuesta a pagar.En lo personal
El mismo díaNew YorkNickyAntes de jugar, debes aprender los riesgos que conlleva la partida. No basta con tener agallas ni dejarse llevar por la adrenalina que despierta el peligro. Lo esencial es entender hasta dónde puedes tensar ese hilo delgado que separa la victoria del fiasco, sin romperlo. Porque jugar con fuego no es solo cuestión de valentía, también es cuestión de cálculo.Seducir al peligro es como bailar al filo de un risco: cada paso debe ser medido, cada movimiento pensado, porque un solo tropiezo puede costarte la caída. Y en ese tipo de juegos, no hay red que amortigüe el golpe. Por eso aprende a controlar tus impulsos, a no dejar que el corazón —ese tonto órgano traicionera— tome las riendas. Porque en cuanto él entra en escena, el juego ya está perdido… y ni siquiera te diste cuenta de cuándo.Soy amante del peligro, de la adrenalina. Mi profesión lleva el riesgo tatuado en cada vuelo; domino los cielos en aviones caza, donde un error cuesta más que una derrota. P
La misma nocheNew YorkAlanMiles de veces pasamos por encrucijadas en la vida, y el verdadero dilema no es simplemente elegir, sino hacerlo sin sentir que uno se está echando la soga al cuello… o que pierde una parte de sí en el proceso. Es complicado. Frustrante. A veces, francamente desesperanzador. Y sin embargo, casi siempre decidimos empujados por las circunstancias, como si la urgencia hablara más fuerte que la conciencia.Algunos lo hacen sin remordimientos, como quien prende fuego a los puentes sin mirar atrás. Otros se consuelan pensando que, si algo sale mal, habrá tiempo para arreglarlo después, como si el futuro fuera una promesa y no una apuesta. Y están los más temerarios, los que creen que pueden sostenerlo todo al mismo tiempo, caminar por dos caminos opuestos sin desgarrarse, como si no costara nada mantenerse entero mientras se desdoblan.Pero lo cierto es que nadie sale ileso. Elegir siempre implica perder algo. La diferencia está en reconocer qué estamos dispuest
El mismo díaNew YorkNickyTodos sabemos que jugar con fuego quema, pero aun así hay algo en ese calor que nos atrae. Es como una maldita adicción que necesitas para respirar. Como una corriente eléctrica que recorre la piel y te hace sentir viva, aunque sepas que va a doler. Algunos lo llaman estupidez, otros: suicidio emocional. Los más valientes lo llaman vivir.Yo me inscribo en ese último grupo. El de los que prefieren lanzarse al abismo con los ojos abiertos, aunque sepan que van a estrellarse. Porque hay dolores que valen la caída. Y yo… yo quiero sentirlo todo. Aunque duela. Aunque me rompa.Uno puede repetir mil veces que tiene el control, que sabe dónde pisa, que todo es un juego. Pero hay una parte de ti —una que no escucha razones— que siempre se escapa. El corazón. Ese cabrón late a su antojo, se prende sin permiso y decide por ti… cuando tú apenas estás aprendiendo a sostenerte en pie.En mi caso, solita me metí en la boca del lobo al presentarme a esa cena con el galán
Unos días despuésNew YorkAlanLos imprevistos son como un sabotaje del destino, un disparo silencioso que desajusta todo lo que creías tener bajo control. No piden permiso. No tocan la puerta. Simplemente irrumpen, te empujan fuera del camino y te obligan a encontrar uno nuevo mientras aún estás recogiendo los pedazos.Lo importante, dicen, es aprender a sortearlos. Yo diría que lo importante es no naufragar del todo. A veces no se trata de ganar la batalla, sino de no hundirse en el proceso, de flotar entre los restos mientras encuentras un madero al cual aferrarte.El problema es que siempre llegan en el peor momento. No hay señales previas, no suena una alarma, no parpadea una luz roja como advertencia. Solo aparecen —como una nube espesa— y en cuestión de segundos, lo que era claro se vuelve niebla. Lo que parecía firme, se resquebraja.¿Cómo sobrevivir a ellos? No hay una fórmula. Nadie nos entrena para la caída libre. Solo reaccionamos, improvisamos, y a veces, simplemente...
El mismo díaPistas privadas de Teterboro, cerca de New YorkNickyPrudencia, sensatez, cabeza fría. Esas palabras nos las tatúan en la piel desde el primer día en la base, como si fueran parte del uniforme. Nos entrenan para mantener la mente anclada en la lógica, incluso cuando el cuerpo quiere gritar. Porque volar no es solo dominar un panel de instrumentos o saber despegar con el viento en contra. Volar es cargar con la vida de otros, es saber que cada decisión, cada segundo, puede marcar la línea entre aterrizar o estrellarse.Lo entiendes de golpe la primera vez que ves cómo tiembla la mano de un compañero después de una misión difícil, aunque jure que está bien. Lo ves en los ojos de quien regresa solo, cuando debería haber vuelto en formación. Por eso nos enseñan a contener. A guardar el temblor, el miedo, la rabia… como si fueran armas peligrosas que solo deben desatarse en tierra firme y lejos de los mandos.Y una aprende. Aprende a poner todo en pausa. A tragar el nudo en l