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NARRA KENDALL

El olor a desinfectante del hospital me revolvió el estómago apenas crucé la puerta de la habitación. Mi padre estaba sentado al borde de la cama, vestido ya con ropa limpia, su semblante cansado pero con una chispa de orgullo en los ojos.

—Padre… me alegra verte así —susurré, acercándome para abrazarlo.

Él me envolvió con sus brazos, fuertes aún pese al tiempo entre paredes blancas. Cuando me miró, noté algo en su expresión: preocupación, duda, miedo.

—Kendall, ¿por qué viniste? —murmuró— Deberías estar descansando… ya sé lo de tu salud.

Rodé los ojos con suavidad, apretando mi vientre casi de manera inconsciente.

—¿Otra vez mi tía contándote cosas que no debe? No exageres, padre. Estoy bien.

Él rio bajo, pero no borró la tensión de su mirada. Con ayuda de Tatiana y una enfermera, recogimos cada una de sus pertenencias: papeles, medicinas, la chaqueta que siempre usaba aunque ya estaba gastada. Cuando por fin salimos del hospital, sentí que el aire era más
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