Mundo ficciónIniciar sesiónGuillermo se apartó de Javier, dándole la espalda al coche y al chófer cuya negligencia ahora parecía un problema menor. La lluvia arreciaba, pegándole el pelo a la frente y empapando su chaqueta. Sacó su teléfono con manos torpes, el corazón martilleándole en el pecho con una mezcla de miedo y frustración. Deslizó el dedo por sus contactos hasta encontrar el nombre "Dr. Federico" y presionó llamar.
El teléfono sonó una, dos, tres veces. Cada tono se sentía como una eternidad. Justo cuando estaba a punto de colgar, la llamada se conectó.
—¿Bueno? —la voz de Federico sonaba cansada, distante.
—¡Doctor, soy Guillermo, el hijo de Amelia! —dijo Guillermo, casi gritando para hacerse oír por encima del ruido de la lluvia—. Lamento molestarlo, sé que es tarde, pero... ¿mi mamá está con usted?
Hubo un silencio al otro lado de la línea, un silencio tenso que hizo que a Guillermo se le helara la sangre.
—No, Guillermo, no está conmigo. Me fui de la cafetería hace más de una hora. ¿Por qué? ¿Sucede algo? —El tono de Federico cambió abruptamente, la fatiga fue reemplazada por una nota de alarma.
—No la encontramos, doctor. Nadie sabe dónde está. El chófer dice que lo vio irse a usted, pero que ella no regresó al coche. Su teléfono está apagado, la he llamado mil veces. Estoy aquí afuera de la cafetería y no hay rastro de ella.
Federico sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. La imagen de Amelia, sentada frente a él con la mirada perdida y devastada por sus palabras, volvió a su mente con una claridad brutal. Recordó su fragilidad, la forma en que cada mención de abandono la hacía retroceder a un lugar oscuro y profundo. Él, más que nadie, sabía lo peligrosa que era esa oscuridad para ella. La herida que Luca le había dejado no era una cicatriz; era una fisura en su alma, y él acababa de clavar un puñal exactamente en ese punto.
La angustia lo invadió, afilada y llena de culpa. Amelia, perdida en la noche y bajo la lluvia, después de que él la dejara sola con el peso de su confesión y la destrucción de su propia familia. Podía imaginar perfectamente el torbellino de pensamientos negativos que debían estar asaltándola, la forma en que su mente podía torcer la realidad hasta convencerla de que estaba sola y no merecía ser encontrada.
—Doctor, ¿está ahí? —insistió Guillermo, su voz quebrada por la desesperación.
—Sí, sí, aquí estoy —respondió Federico, forzándose a mantener la calma, a no delatar el pánico que sentía—. Escúchame, Guillermo. No te preocupes, la vamos a encontrar. A veces... a veces tu madre necesita caminar un poco para aclarar sus pensamientos.
Era una mentira a medias, una forma de proteger a Guillermo de la verdad completa, que era mucho más aterradora. No podía decirle: "La dejé hecha pedazos, le confesé que la amaba y que por ella había perdido a mi familia, y temo que se haya perdido en su propia mente".
—¿Pero a dónde iría? ¡Está lloviendo a cántaros! —replicó Guillermo.
—No lo sé, pero conozco algunos lugares que le gustan. Parques, algunas calles tranquilas. Voy para allá. Quédate cerca de la zona, recorre las calles aledañas. Llámame de inmediato si sabes algo, y yo haré lo mismo. No dejes de intentarlo en su celular, quizás solo se quedó sin batería.
—De acuerdo, doctor. Gracias.
Colgaron, y Federico se quedó de pie en medio de su sala de estar, con el teléfono en la mano. La conversación con Amelia ya no era solo un drama personal y doloroso; ahora se había convertido en una emergencia. Tomó sus llaves y su abrigo, y salió corriendo hacia la noche, con un solo pensamiento resonando en su cabeza: "Por favor, Amelia, no te rindas. No ahora."
Mientras corría hacia su auto, la mente de Federico era un torbellino de imágenes y lugares fragmentados, extraídos de años de conversaciones con Amelia. Recordó la banca solitaria junto al lago en el parque, donde una vez le confesó que el sonido del agua la calmaba. Recordó la pequeña librería de segunda mano en el centro, cuyo olor a papel viejo le traía una extraña paz. Eran sus santuarios, los refugios secretos que le había revelado en la intimidad de su consultorio durante sus peores crisis. No podía simplemente darle a Guillermo una lista de direcciones; sería una traición a la confianza que ella había depositado en él, un último secreto profesional que se veía obligado a guardar. La terrible ironía lo golpeó con fuerza: él era el único que tenía el mapa de su laberinto, y ahora tenía que recorrerlo solo para encontrarla.
El sonido de su propio grito fue reemplazado por un sollozo ahogado. Apoyó la frente en el volante frío, y por primera vez en años, lloró. Un llanto afligido, desgarrador, que nacía de la culpa y el miedo. Le rogó a un Dios en el que apenas creía, le suplicó a la nada, a cualquier fuerza que pudiera escucharlo, que le devolviera a Amelia sana y salva. Y en medio de su desesperación, como una última chispa de lógica en un mar de pánico, surgió una idea. Un lugar que no era un refugio de paz, sino el epicentro de su dolor compartido. Su consultorio.
Con una última esperanza, condujo hasta allí. Las calles estaban desiertas, la ciudad dormida bajo el aguacero. Y entonces la vio. Era una silueta acurrucada en el pequeño umbral de la puerta de su consulta, una figura hecha un ovillo contra el frío. Estaba empapada, temblando, una mezcla de lluvia y llanto sobre su piel pálida. Él se bajó del coche, sin importarle la lluvia, y se acercó lentamente, como si se acercara a un animal herido.
Se arrodilló frente a ella. "Amelia". Ella levantó la vista, y él se perdió en esos ojos marrones profundos, ahora opacos y vacíos. No había alivio en ellos, solo el eco de una tormenta interior mucho más violenta que la de afuera. Él lo supo en ese instante: ella estaba perdida en esa oscuridad. Y la alegría de haberla encontrado con vida se vio ahogada por el inmenso dolor de verla así. La rodeó con sus brazos, atrayéndola hacia él en un abrazo desesperado, tratando de infundirle su propio calor. Y en la calidez de ese abrazo, superado por el alivio, el amor y la culpa, la besó.
Fue un beso torpe, salado por la lluvia y las lágrimas, un gesto impulsivo que duró solo un segundo. Ella no respondió. Sus labios permanecieron fríos, inertes. Federico se apartó de golpe, como si se hubiera quemado. La realidad lo abofeteó. ¿Qué estaba haciendo? Se reprochó a sí mismo su egoísmo, sus sentimientos fuera de lugar. Ella no necesitaba a un amante, necesitaba a su médico, al ancla que él mismo había arrancado.
—Perdóname —susurró, con la voz rota—. Amelia, perdóname. Por todo. Por lo que te dije, por haberte lastimado así, por causarte esto. Ven, entremos.
Buscó a tientas las llaves en su bolsillo, con las manos aún temblorosas, y abrió la puerta de la consulta. La guió hacia adentro, hacia el único lugar donde, quizás, podría empezar a reparar el daño que había hecho.







