Mundo ficciónIniciar sesiónEl tintineo de la campana sobre la puerta de la cafetería fue un sonido agudo y distante que apenas logró perforar la densa niebla que se había instalado en la mente de Amelia. Se quedó inmóvil, con la mirada fija en el espacio vacío que Federico había dejado. La silla de enfrente, aún ligeramente desplazada, era un testimonio mudo de la conversación que acababa de dinamitar los cimientos de su ya frágil realidad.
Afuera, la vida seguía su curso. Se oían los coches, las risas lejanas de unos estudiantes, el murmullo de la ciudad. Pero dentro de ella, reinaba un silencio ensordecedor, solo roto por el eco de las palabras de Federico.
“Declaré mi amor por ti... le hacía el amor a tu recuerdo, no a ella... perdió a su familia, y a un hijo por nacer, por amarte en silencio.”
Cada frase era un golpe, una onda de choque que la dejaba sin aire. ¿Cómo era posible? Federico, su ancla, su brújula en el laberinto de sus propios fantasmas, no solo la amaba, sino que su amor por ella había consumido su vida, destruyendo a su familia de una manera inimaginablemente cruel. La imagen de Ivanka, una mujer a la que apenas recordaba haber visto una o dos veces, se formó en su mente: una víctima anónima de un drama del que Amelia ni siquiera sabía que era protagonista.
Un sentimiento abrumador de culpa la invadió, tan pesado que tuvo que apoyarse en la mesa para no derrumbarse. Ella, que vivía atormentada por el abandono de Luca, ahora era la causa del abandono de otra mujer.
Y en medio de esa culpa, el rostro de Luca apareció, como siempre lo hacía. Más presente, más nítido que nunca. Las palabras de Federico resonaron de nuevo, esta vez con un filo distinto: "¡Un hombre que probablemente siguió con su vida sin ti!". Era una verdad que dolía, una que había intentado ignorar por años. Mientras ella alimentaba su recuerdo día a día, convirtiéndolo en un santuario, él probablemente ni siquiera recordaba el color de sus ojos.
Luego, como una sombra inevitable, el pensamiento de Noah la alcanzó. Su esposo. El hombre bueno y paciente que le había ofrecido un refugio, una vida tranquila. Pero la acusación de Federico era ineludible: "al notar que no amas a Noah". No era una pregunta, sino una afirmación. Y ella no podía negarlo.
Se dio cuenta de que estaba completamente sola. El único hombre que había logrado entender la magnitud de su herida, ahora era una herida más. Tenía que empezar de nuevo, una vez más, a encontrar la manera de sobrevivir. Pero, ¿cómo? ¿Cómo se sobrevive cuando el único salvavidas que conocías te suelta en medio de la tormenta, no por odio, sino por amor?
Sacó su teléfono, sus dedos temblaban. En sus contactos, bajo la letra "F", el nombre "Federico" parecía quemarle la pantalla. Sabía que no podía volver a llamarlo. La idea de buscar a otro especialista, de sentarse frente a un extraño y desentrañar el nudo imposible que era su vida —Luca, el fantasma; Noah, el esposo sin amor; y Federico, el médico enamorado que se había sacrificado por ella— se sentía como una tarea titánica, una montaña demasiado alta para escalar.
Amelia se levantó, pagó la cuenta en un trance y salió a la calle. El aire de la tarde le golpeó la cara, pero no la despertó de su estupor. Caminó sin rumbo, perdida en un laberinto de calles que era un reflejo perfecto del laberinto de su mente. Por primera vez en mucho tiempo, la pregunta no era cómo vivir sin Luca, sino cómo iba a sobrevivir sin Federico.
Y como en un cliché de la vida misma, mientras caminaba desorientada, el cielo se rindió a la oscuridad. Cayó la noche y con ella, las primeras gotas de una lluvia fría y persistente que empapó su ropa y se mezcló con las lágrimas silenciosas que no sabía que estaba derramando. Las luces de la ciudad se reflejaban en los charcos, distorsionando el mundo a su alrededor, haciéndolo tan borroso y confuso como sus propios pensamientos.
Mientras tanto, en la casa, la preocupación de Guillermo crecía con cada tic-tac del reloj. Su madre nunca llegaba tarde sin avisar. Después de la pesadilla de la mañana, su instinto le decía que algo no estaba bien. Llamó a su celular una, dos, diez veces. Todas las llamadas iban directamente al buzón de voz.
Sin pensarlo dos veces, tomó las llaves de su auto y condujo hasta la cafetería donde sabía que se había encontrado con Federico. Al llegar, las luces del local ya estaban apagadas, pero reconoció el auto de la familia estacionado enfrente. El chófer, Javier, estaba en el asiento del conductor, con el rostro iluminado por la pantalla de su teléfono.
Guillermo golpeó la ventanilla con los nudillos, sobresaltándolo.
—¿Javier? ¿Dónde está mi mamá? —preguntó Guillermo, su voz cargada de urgencia.
Javier bajó la ventanilla, su expresión pasó de la sorpresa a la confusión. —Joven Guillermo... no lo sé. La traje aquí, se vio con el doctor Federico. Salieron a conversar...
—¿Salieron? ¿Y no la esperaste? ¿Dónde está?
—No, no, joven. Se quedaron en la mesa de afuera. Yo... —Javier tragó saliva, visiblemente avergonzado—. Me distraje un momento con el celular, respondía unos mensajes. Vi al doctor irse, pero asumí que su madre seguía adentro o que me llamaría en cualquier momento. Pensé que tal vez usted vendría por ella.
—¿Cómo que te distrajiste? —exclamó Guillermo, la frustración tiñendo su miedo—. ¡Ha empezado a llover y su teléfono está apagado! ¿Hace cuánto se fue el doctor?
—Quizás... ¿una hora? ¿O más? No estoy seguro, joven. Lo lamento mucho, de verdad, pensé...
Pero Guillermo ya no lo escuchaba. Su mirada se perdió en la calle oscura y lluviosa. Su madre estaba sola, en alguna parte de esa ciudad indiferente, justo después de ver al único hombre que parecía entenderla, y que ahora, por alguna razón, se había ido. El mal presentimiento en su pecho se convirtió en una certeza helada: tenía que encontrarla.







