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CAPITULO 4: RENDICION

El silencio dentro del consultorio era una entidad propia, densa y opresiva, casi tan pesada como el aire cargado por la tormenta de afuera. Federico encendió una lámpara de luz cálida, huyendo de la cruda fluorescencia del techo que habría convertido la escena en algo clínico, desolador. En medio de la habitación, Amelia permanecía inmóvil, un témpano tembloroso con los brazos cruzados sobre el pecho. El agua de su ropa desangraba un charco oscuro sobre la alfombra.

Con un propósito forzado, una máscara de profesionalismo que apenas velaba el caos de su alma, Federico fue a un pequeño armario. Sacó una sudadera gruesa y unos pantalones deportivos, un cambio de ropa de emergencia. Se los ofreció sin atreverse a encontrar su mirada, temiendo el abismo que podría devolverle.

—Ten —dijo en voz baja—. Quítate esa ropa o te vas a enfermar. El baño está ahí. Tómate tu tiempo.

Sin responder, Amelia tomó las prendas con dedos entumecidos y se movió hacia el baño como una autómata. Federico aprovechó ese interludio para llamar a Guillermo.

—La encontré —dijo en cuanto el chico contestó, la voz preñada de un alivio que sonaba a pura extenuación.

—¡Oh, Dios mío! ¿Dónde? ¿Está bien? —el torrente de preguntas era una cascada de angustia.

—Está conmigo, en el consultorio. Está a salvo, Guillermo, eso es lo importante. Pero está... rota. Necesita descansar. La llevaré a casa por la mañana, ¿de acuerdo? Avísale a tu padre y a tu hermano.

—Sí, claro. Pero, doctor, ¿qué pasó? ¿Por qué se fue así? ¿Fue por el sueño que tuvo?

La pregunta, tan directa y perceptiva, lo descolocó. Guillermo estaba conectando los puntos.

—Mañana hablamos, Guillermo. Ahora solo necesita paz. Confía en mí.

Colgó. El tiempo se estiró, y el silencio tras la puerta del baño se volvió antinatural, ominoso. Una ansiedad helada le trepó por la columna. Se acercó.

—¿Amelia? —tocó suavemente—. ¿Estás bien?

Solo el golpeteo furioso de la lluvia contra la ventana le respondió. El pánico, ese viejo conocido, volvió a tomarlo por el cuello. Giró el pomo. Cerrado. Sin pensarlo, retrocedió y embistió la puerta con el hombro. Al segundo impacto, la cerradura cedió con un estruendo seco.

La encontró en el suelo, hecha un ovillo, abrazando sus rodillas. Solo en ropa interior, su cuerpo era un lienzo pálido sacudido por un llanto mudo y violento. La escena le desgarró el alma. Se arrodilló y la ayudó a levantarse. En ese instante, ella se aferró a él, rodeándole el cuello en un abrazo de náufrago.

—No me abandones... por favor... no tú también —suplicó en un susurro que era apenas un hilo de aire.

Federico la sostuvo con una fuerza que nacía de la desesperación, hundiendo el rostro en el hueco de su hombro desnudo. El aroma de su piel, una mezcla de lluvia y fresas dulces, lo inundó, despertando una reacción primordial, una erección innegable. Amelia, fundida contra él, lo sintió. Se tensó y se apartó un milímetro, lo justo para que sus frentes se tocaran.

—Amelia, ¿de verdad no puedes amarme? —susurró él, la voz rota—. Puedo ser el hombre que necesitas para sanar. Nadie más conoce el laberinto de tu mente como yo.

La besó. Un beso hambriento, desesperado, que buscaba borrar el dolor. Sus manos se deslizaron bajo la fina tela de su ropa interior, apropiándose de sus nalgas con una posesividad que lo sorprendió a sí mismo. Un gemido suave escapó de los labios de Amelia, una nota de rendición. Él deslizó una mano hacia el frente, buscando su centro. El primer roce de sus dedos en su intimidad fue una descarga eléctrica para ambos, un descubrimiento de humedad y calor que lo hizo temblar.

Ella jadeó contra su boca, su pasión estallando en una respuesta animal. Lo besó con una urgencia feroz, mordiendo su labio inferior, aferrándose a su cabello como si quisiera anclarse a la realidad. Él rompió el beso solo para alzarla en brazos y llevarla al diván de cuero oscuro donde tantas veces ella le había confesado sus tormentos. La depositó con una delicadeza reverencial.

Tras despojarse de su propia ropa empapada, se detuvo. La contempló: su cuerpo pálido contra el cuero sombrío, sus ojos encendidos por una mezcla de terror y deseo. La imagen de la vulnerabilidad absoluta.

Se inclinó sobre ella, acariciándole la mejilla.

—Amelia, mírame —su voz era un ruego profundo—. ¿Estás segura? Si me pides que pare, lo haré. Ahora mismo.

Ella no respondió con palabras. Levantó la cadera, buscándolo, uniendo sus cuerpos en una invitación silenciosa e inequívoca.

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