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CAPITULO 1: PRESENTE Y PASADO

AMELIA

Necesito agendar una cita con Federico, esto no puede continuar.

El sonido del teléfono pareció resonar más de lo normal en el silencioso estudio de Federico. Al ver el nombre de Amelia en la pantalla, su corazón dio un vuelco. Dudó un instante antes de contestar, preparándose para la inevitable tormenta de emociones que ella siempre traía consigo.

—Amelia —dijo con una voz que intentaba ser neutral.

—Federico, sé que no debería, pero... ¿podemos hablar? —la voz de ella sonaba frágil, teñida por la ansiedad de un mal sueño.

Acordaron verse en una pequeña cafetería, un territorio neutral lejos del diván y de los recuerdos de su consulta.

Amelia llegó primero, jugueteando con una servilleta de papel. Cuando Federico entró, ella sintió una punzada de culpa. Se veía más delgado, con una sombra de cansancio bajo los ojos que no estaba allí meses atrás.

—Gracias por venir —empezó Amelia en cuanto él se sentó—. Tuve un sueño con Luca, otra vez. Fue tan real... mis hijos se asustaron y yo... yo solo pensé en ti, en que necesitaba hablarlo con alguien que me entendiera.

Federico la escuchó con la paciencia de un profesional, pero su mirada era la de un hombre herido. Dejó que ella describiera la pesadilla, los ecos de un pasado que se negaba a morir. Cuando terminó, él tomó un largo sorbo de su café antes de hablar.

—Amelia, hablamos de esto. Te di los nombres de tres excelentes colegas. Te pedí, te supliqué, que buscaras a alguien más para continuar con la interminable historia de Luca.

—Lo sé, pero no es tan fácil. Contigo... —intentó decir ella.

—No —la interrumpió él, su voz ganando una intensidad contenida que la hizo callar—. No se trata de si es fácil. Se trata de que es imposible para mí. ¿O ya olvidaste nuestra última conversación?

El aire se tensó entre ellos. Amelia bajó la mirada, incapaz de sostener la suya.

—No puedo seguir, Amelia —continuó Federico, su voz quebrándose ligeramente—. Declaré mi amor por ti, ¿recuerdas? Te dije que eres una mujer extraordinaria, que me vuelves loco. Luché contra mí mismo durante años para separar mis emociones, para ser tu médico y nada más. Pero al notar que no amas a Noah, al ver esa tristeza en tus ojos que nada tiene que ver con tu presente, me permití una grieta de esperanza. Me permití tener la oportunidad de decirte cuánto te he amado en los últimos dos años.

Federico hizo una pausa, el dolor era palpable en su rostro.

—¿Y sabes cuál fue el precio de esa confesión? Perdí a Ivanka. Perdí a mi hija, Nathalia. Y no fue solo porque ella viera algo en mis ojos. En una carta que me dejó antes de irse, me lo explicó todo... Durante el último año, cada vez que hacíamos el amor, yo decía tu nombre. ¿Puedes entenderlo? Con ferviente pasión le hacía el amor a tu recuerdo, no a ella. Y yo ni siquiera me daba cuenta. Ivanka callaba, pensando que sería algo pasajero. Hasta que descubrió que estaba embarazada de nuestro segundo hijo... y le partió el alma saber que ese bebé no fue concebido por mi amor hacia ella, sino por el fervor que sentía por ti.

Las palabras cayeron sobre Amelia como un peso insoportable. Quería decir algo, pero el aire le faltaba.

—Eso me lo escribió en la carta —prosiguió él, con un tono de amarga ironía—. A pesar de ese dolor, de saber que la traicioné de la forma más íntima sin siquiera ser consciente, ¿sabes qué hice? Decidí luchar por ti. Elegí la honestidad. ¿Para qué? Para que al final de la conversación más difícil de mi vida, me dijeras que no estabas preparada para darle tu amor a alguien más. Para que me confirmaras que en tu corazón sigue siendo Luca, y Luca, y siempre Luca. ¡Un hombre que probablemente siguió con su vida sin ti, que quizás es feliz en alguna parte del mundo, mientras tú sigues aquí, hundiéndote voluntariamente en este mar de recuerdos!

El reclamo quedó flotando en el aire, crudo y doloroso. Federico respiraba con agitación, habiendo finalmente liberado todo el peso que llevaba dentro.

—No puedo ser tu terapeuta, Amelia. Porque el hombre que te ama quiere gritarte que despiertes, que dejes de idealizar un fantasma. Y el médico que fui sabe que ese no es el camino. Necesitas a alguien objetivo, alguien que no haya perdido a su familia, y a un hijo por nacer, por amarte en silencio. Por favor, por tu bien... y por el mío, llama a otro. No me busques más.

Federico se levantó, dejó unos billetes sobre la mesa y, sin volver a mirarla, salió de la cafetería, dejando a Amelia sola con el eco de sus palabras y la devastadora claridad de todo lo que su dolor había costado.

Amelia quedo sumergida en sus pensamientos, vio la espalda de Federico al marcharse y de repente su mente le trajo el siguiente:

FLASHBACK: Costa Careyes, Jalisco - Verano de 1992

El mundo de Amelia olía a cera de piso, a incienso y al polvo seco y dulzón de los libros viejos. Era un universo de muros altos, disciplina de monjas y uniformes de lana que picaban bajo el sol. A sus dieciséis años, su vida se limitaba a la teoría; nunca la habían besado, nunca había conocido una aventura y su única rebeldía era leer novelas a escondidas. Había sido la decisión inmutable de su abuela paterna, la matriarca que temía que Amelia atrajera novios inconvenientes en casa, enviarla al internado para proteger su reputación. Por eso, cuando el avión comenzó a descender sobre la costa de Jalisco, Amelia sintió que no aterrizaba en un estado mexicano, sino en un planeta prohibido.

El viaje era por negocios. Su padre, un hombre cauto y de corbata, estaba considerando la inversión más grande de su vida: la compra de un hotel boutique en Costa Careyes, un enclave tan exclusivo que su nombre se susurraba como una indulgencia entre los millonarios. La abuela había dado su bendición con una condición pétrea: corroborar personalmente que la inversión fuera segura y, sobre todo, redituable. Y para ello, habían confiado en la recomendación de su tío Ricardo.

El tío Ricardo era el opuesto exacto de la familia: soltero empedernido, mujeriego y con un don para gastar dinero de formas espectaculares. Era él quien los había conectado con su viejo amigo de la universidad, el dueño del hotel. Al llegar, Amelia comprendió la exigencia de su abuela. El lugar era un delirio arquitectónico, un sueño febril de colores bajo el sol: villas de un rosa intenso se aferraban a los acantilados como flores exóticas, cúpulas de un azul eléctrico recortaban el cielo y el Océano Pacífico, vasto e indomable, rugía con una fuerza salvaje que la dejó sin aliento.

Mientras los adultos hablaban de porcentajes y proyecciones, Amelia se sentía como una intrusa, un pájaro en una jaula de oro. Se había puesto un traje de baño de dos piezas que le había costado meses de ahorro y valor, pero la inseguridad de esa edad, amplificada por el internado, la paralizaba. Su madre no le había explicado la necesidad de depilarse el área íntima para lucir una figura esbelta sin un short, y ese detalle sumó a sus complejos la apatía para usar una de las tumbonas y broncearse. Se quedó a la sombra, ojeando una revista, incómoda y esperando a volver a sus faldas tableadas.

Fue entonces cuando ocurrió.

Un balonazo la hizo voltear, el impacto sordo en su mejilla la dejó aturdida. Frente a ella, su tío Ricardo reía con su amigo, pero el muchacho que había lanzado el balón se acercó corriendo, alto, de cabello negro y lacio.

—¡Por favor, disculpa! Para nada fue mi intención hacerte daño —Luca la miraba, genuinamente preocupado.

Amelia se frotó la mejilla ardiente. Quiso desaparecer, sentirse aún más tonta que antes, pero la voz tranquila y profunda de Luca le causó un hueco de nerviosismo en el estómago. Lo vio sonrojado —quizá por el sol o por la vergüenza— y realmente preocupado. No sabía qué responder; temía que cualquier cosa que dijera pudiera ser vista como una provocación.

—Amelia, ¿estás bien? —preguntó su anfitrión, Alessandro Bellini, acercándose. Era el hombre de la sonrisa encantadora, la elegancia natural, el genio detrás del paraíso.

—Veo que ya conociste a mi sobrino Luca. Tú y él son casi de la misma edad y le haría bien platicar con alguien. No para de jugar con los niños y mira lo que ha ocasionado —dijo Bellini, dirigiendo una mirada severa a su sobrino y haciendo una mueca para que se acercara y ayudara a Amelia a levantarse.

—Estoy bien —apenas le salió la voz.

Alessandro Bellini insistió y le ordenó a Luca que no la dejara sola, por lo menos un par de horas, hasta que se recuperara del golpe.

Al pasar los minutos, sentados en un banco de piedra frente a la exuberante piscina, Amelia se sintió extrañamente en confianza. Comenzó a hablar de la escuela, de sus materias favoritas, de las novelas que leía a escondidas. Se había olvidado de su timidez y de guardar silencio. Cuando reaccionó para poder dejar hablar a Luca, notó que él la miraba detenidamente con una media sonrisa, como perdido.

—¿Y a ti qué te gusta, Luca? ¿Estás estudiando? —preguntó ella por fin.

—Me gusta el fútbol, mi equipo favorito es el Lazio de Roma —dijo, y sus ojos azules, que parecían contener el océano entero, se encendieron—. Cuando juego con mi equipo de la prepa soy portero. Al finalizar el verano, me integraré a la universidad. Quiero una carrera que me permita trabajar en los grandes puertos del mundo. Quiero recorrer Roma, París, Estambul, Tokio... de que quiero viajar a cada rincón o puerto, eso lo tengo claro.

Era el turno de Amelia de estar atenta a cada gesto. Se enamoró de Luca en ese instante, al escucharlo tan decidido a su corta edad. Se dio cuenta de que eran almas gemelas porque ambos hablaban sin parar cuando tocaban temas que les apasionaban. Ella no tenía idea de fútbol, pero sabía que debía aprender un poco para entablar una conversación más extensa. Definitivamente, él sería su amor de verano.

Caminaron por la orilla de la playa, dejando que el agua les lamiera los tobillos, hasta llegar a unas hamacas suspendidas sobre el mar. Amelia no sabía nadar, pero Luca le ofreció su mano para que caminara segura. Luego, para cruzar el punto donde la profundidad aumentaba, la tomó por la cintura. Ella se puso tan nerviosa que él terminó tomándola por las piernas y subiéndola sobre su espalda.

Recostados en la hamaca, siguieron conversando hasta que el sol comenzó a teñir el cielo de naranja y violeta. Él le habló de todas las posibilidades que ella podía tener si aprovechaba que su abuela la quería lejos de la familia: pedir estudiar cerca de él o fuera del país cuando llegara el momento de elegir universidad.

Ya habían pasado cinco días. Luca y Amelia trataban siempre de hacer actividades juntos. Ella incluso intentó jugar fútbol en la playa con él y sus primos pequeños, y Luca lo único que ganó fueron patadas accidentales en las pantorrillas. Ella se disculpó, avergonzada. Pero en el fondo, a Luca le comenzaba a gustar tener cada vez más contactos accidentales con ella, notando el nerviosismo de Amelia ante el mínimo roce.

Caminar a las hamacas o el momento en que la cargaba se convirtió en el punto culminante de sus días. Sus pensamientos se descontrolaban y, en la soledad de su cuarto, las noches se llenaban de fantasías. En dos ocasiones, el despertar trajo consigo la vergüenza de la eyaculación, y las ventajas de ser el sobrino de uno de los socios propietarios se limitaban a pedirle al personal de limpieza que fueran discretos al cambiar las sábanas. No quería que su tío se enterara de su comportamiento precoz.

Al salir de la cabaña, luego de un largo baño y de intentar ordenar sus pensamientos sobre esa chiquilla, fue a buscarla. Se dio cuenta, con un vacío en el estómago, que la familia de Amelia había decidido ir a un parque acuático ese día. La idea de que ella se hubiera ido y que no pudiera contactarla lo golpeó como una ola.

Al atardecer, cuando ella regresó, le propuso que siguieran en contacto. Amelia, por supuesto, aceptó. Pero ella no tenía autorizado usar celular y, desde el internado, no sabría cómo saber de él. Así que se escaparon un momento al centro del pueblo para que él le ayudara a crear un correo electrónico. A través de esa pequeña pantalla, prometieron estar en contacto cuando cada uno volviera a su casa.

En la quietud de esa tarde, frente al mar que Luca tanto amaba, Amelia supo que ese verano, en ese lugar tan ajeno y deslumbrante, su vida, esa que se sentía tan predecible y pequeña, estaba a punto de cambiar para siempre. Luca Bellini no era una aventura de papel; era el inicio de su propia novela.

FIN DE ESTE FLASHBACK

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