13. Sin soltar su mano.

No podía negarlo y no lo haría, estaba dolida, estaba, en pocas palabras, realmente destrozada. Tocando su vientre, deseo llorar como aquella noche en que perdió al fruto que crecía dentro de él. La vida era tan cruel, tan terriblemente injusta, que le había regalado un hijo a la misma mujer que provocó que ella perdiera al suyo. Recordar las palabras de Eduardo, burlándose de la pérdida que sufrió y asegurando que estaba feliz de la desgracia que él y su amante le habían provocado, la hizo sentirse enferma. Acariciando los pétalos de las rosas blancas, nuevamente el deseo de llorar amargamente se apoderó de ella, pero, de nuevo, no se lo permitió. También, el consuelo sin decir palabra alguna que Daniel Lancaster le había brindado, la hizo sonreír levemente. Él no era igual que su hermano, y aunque no lo conocía lo suficiente para afirmar que era una buena persona, aquel gesto, lo había agradecido.

—Las rosas lograron salvarse gracias a usted y al joven amo, señorita — dijo el viejo
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