El dolor en mi mejilla me mantenía despierta, como un animal herido que no puede bajar la guardia. Cada movimiento de las manecillas del reloj era una burla: el tiempo seguía avanzando, indiferente a lo que acababa de pasar. Da igual si mi mundo se estaba desmoronando, el reloj no iba a detenerse por mí.
Mis dedos se movían con torpeza sobre el teclado, tratando de concentrarme en el último informe del día. El zumbido del aire acondicionado y el murmullo lejano de las conversaciones en la oficina parecían más fuertes de lo normal, como si todos los sonidos se hubieran confabulado para recordarme que estaba rodeada de gente… y aun así, completamente sola.
Con un último suspiro, terminé el reporte. Presioné enviar y cerré los ojos por un segundo. Podía sentir las miradas sobre mí. Esa curiosidad disfrazada de preocupación que tantas veces había sentido. No necesitaba mirar para saber que algunos esperaban verme derrumbarme, llorar ahí mismo, frente a todos. Pero no. No les daría el gust