Cerré la puerta detrás de nosotros. Por fin. El mundo allá afuera quedó en silencio. Todo lo que me importaba estaba ahora frente a mí.
La miré.
—Por fin eres mi esposa —le dije, y mis palabras salieron llenas de algo más fuerte que orgullo, más fuerte que deseo. Amor puro, ardiente, innegable—. Pensé que este momento nunca iba a llegar… Pero ya lo ves. Estamos aquí. Ahora ya somos marido y mujer.
Madeleine sonrió, pero tenía la mirada brillante. Nerviosa, sí, pero también feliz. Tenía ese gesto dulce, tierno, como si no supiera qué hacer con todo lo que sentía. Me acerqué, lento, como si tuviera que memorizar cada paso. Puse mis manos en su cintura, la atraje hacia mí y la besé.
Un beso suave, primero. Después otro, más profundo. Ella tembló entre mis brazos, y la sentí estremecerse. Rodeé su rostro con mis manos y pegué mi frente a la suya.
—No tengas miedo, mi amor. Sólo déjate llevar —le susurré—. Te prometo que seré gentil.
—Lo sé, mi amor… —respondió con voz temblorosa—. Sólo qu