Era muy temprano cuando bajé a los jardines. El aire todavía tenía ese frío ligero que anticipa un día cálido, y el cielo comenzaba a teñirse de un azul claro. Vi a Madeleine junto a Dorian, justo donde lo había planeado.
Llevaban una hora entrenando. Él le pedía que cerrara los ojos, que se concentrara en el flujo de energía que recorría su cuerpo cuando pensaba en proteger a alguien o sanar una herida. Madeleine fruncía el ceño con fuerza, los labios apretados, los dedos extendidos como si intentara sujetar algo invisible.
No dije nada. Me quedé a un costado, en silencio, observándola.
Dorian la guiaba con paciencia.
—Piensa en lo que sentiste cuando curaste a Enzo. No en el miedo. En el impulso. El deseo de que él estuviera bien. Eso es lo que la Luna responde. Ese tipo de amor es el canal.
Madeleine abrió los ojos, respirando hondo.
—No sé si estoy haciéndolo bien…
—Lo estás —intervine al fin, acercándome—. Te ves más conectada que cualquiera de nosotros en sus primeros intentos.