El rugido de Zarek retumbó como un trueno maldito.
Nos lanzamos el uno contra el otro sin contener nada. Garra, colmillo, furia. El aire se llenó de golpes secos, huesos chocando, chispas de energía lunar y sombras cruzando en estallidos violentos. Ya no éramos primos. No éramos lobos. Éramos bestias guiadas por el odio y el dolor.
A nuestro alrededor, la batalla se desató por completo.
Leo, Dorian y Marco peleaban como verdaderos salvajes. Cada uno se enfrentaba a los lobos de élite que Zarek había traído consigo. Nuestros guerreros estaban bien entrenados, pero los enemigos también sabían cómo matar. El suelo del templo se teñía de sangre y gritos.
—¡NO DEJEN QUE LLEGUEN A MADELEINE! —rugí, mientras me lanzaba contra Zarek una vez más.
Él esquivó mi golpe con una sonrisa torcida. —Siempre tan protector… tan predecible.
Sus movimientos eran rápidos, pero los míos estaban alimentados por la rabia.
Entonces, una figura se metió entre nosotros.
—¡Ya, paren esta masacre! —gritó Greta, po