Ella tiene que ser mía

El claro del bosque era ahora un campo arrasado. Árboles arrancados de raíz, tierra abierta como si la misma naturaleza huyera del choque de dos fuerzas colosales. Zarek y yo seguíamos combatiendo, las garras deslizándose como cuchillas de obsidiana, los rugidos reverberando entre las montañas.

Cada golpe que daba estaba alimentado por el recuerdo de Madeleine… por lo que podía perder si caía ahí, esa noche. Eso me mantenía en pie. Eso y la rabia que se había gestado durante años, desde la traición de Zarek.

Él tenía fuerza. Velocidad. Magia corrupta. Su sangre ennegrecida chispeaba cada vez que atacaba. Pero había algo que le faltaba. Algo que nunca podría robarme.

Voluntad.

Estábamos uno frente al otro, jadeando, cubiertos de heridas. Zarek se sujetaba un costado. Su mutación no lo hacía inmortal. Sus músculos temblaban, su pecho subía y bajaba con desesperación.

—No puede ser… —murmuró, con los ojos desorbitados—. ¡No puedes seguir en pie!

—Claro que puedo —espeté—. Porque tú pelea
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