Leonardo estaba sentado en su oficina, contemplando el horizonte a través de los ventanales como si la ciudad entera le perteneciera. Aún le dolía la mandíbula por el puñetazo de Mateo, un insulto que repetía una y otra vez en su mente.
Pero más doloroso que el puñetazo…
era la humillación.
Se tocó el labio magullado y siseó: «Nadie… NADIE me falta el respeto y se va».
Su secretario, Daniel, estaba de pie, vacilante, junto a la puerta, observando a su jefe pasearse como un león enjaulado.
«Señor… ¿debería traer hielo?»
Leonardo lo ignoró por completo.
En cambio, dejó de pasearse y miró al vacío como si hablara con un fantasma.
«Esa mujer…», susurró.
Daniel se preparó.
«Elena. Me miró a mí, ¡a mí!, como si fuera un hombre más. Como si no le importara. ¿Sabes lo raro que es eso?»
Leonardo rió, en voz baja y amarga. Me he acostado con actrices, modelos, herederas. Las mujeres se me tiran encima como basura. ¿Pero ella? Es diferente. Esa mujer tiene fuego en la mirada.
Sonrió con suficien