La sala de juntas estaba extrañamente silenciosa esa mañana, ese silencio que a la vez transmitía historia, derrota y expectativa. La larga mesa pulida reflejaba rostros ansiosos: hombres y mujeres que habían visto desangrarse a la empresa durante meses, algunos rezando en silencio por un milagro, otros ya planeando su salida. Los papeles estaban ordenados, las tabletas encendidas, pero nadie hablaba. Todas las miradas se dirigían a las pesadas puertas de cristal, esperando.
"¿Sabemos siquiera quién lo compró?", susurró un miembro de la junta.
"Quienquiera que sea", respondió otro con frialdad, "nos acaba de salvar del colapso".
Afuera de la sala, Emilia se detuvo un instante antes de que se abrieran las puertas. Su guardaespaldas permanecía firme a su lado, pero ni siquiera su presencia podía calmar la tormenta que la azotaba. Sus dedos temblaban ligeramente al apretarlos en puños. Este edificio, pensó. Estas paredes. Los recuerdos irrumpieron sin ser invitados: sus padres recorriend