La mansión estaba inusualmente silenciosa.
Demasiado silenciosa.
Mateo estaba en su estudio, con ojeras por el insomnio, mirando el mismo documento durante la última hora sin leer ni una sola línea.
Su mente repasaba la noche anterior en bucle:
La bofetada de Emilia.
Su voz temblorosa.
Su ira celosa.
La mirada de dolor que ella intentaba ocultar.
Llamaron a la puerta.
"Pase", murmuró.
Una de las criadas entró nerviosa, retorciéndose las manos.
"Señor... estamos... estamos preocupadas por la señorita Elena".
Mateo levantó la mirada de golpe.
"¿Qué quiere decir?"
"No ha hablado con nadie desde la mañana", tartamudeó la criada.
"Se negó a desayunar... y a comer... y a todo lo que nos pidió que le lleváramos. Ni siquiera agua".
Mateo se levantó tan rápido que su silla rozó el suelo.
“¿No comió?”
Su voz se tensó.
“¿No habla?”
“No, señor.”
A Mateo se le revolvió el estómago.
Un miedo repentino y agudo lo atravesó.
¿Qué hice…?
Se pasó una mano por la cara, susurrando en voz baja:
“Mierda. Mi