Mateo no esperó a que Emilia saliera del coche.
En cuanto llegaron a su mansión, corrió a su lado, abrió la puerta de un tirón y la agarró de la muñeca.
"¡Mateo, para!", gritó Emilia, pero él no la escuchaba.
Sus dedos la sujetaron del brazo como hierros, arrastrándola por el pasillo de mármol de la mansión. El personal se dispersó al instante, aterrorizado de intervenir.
"¡Mateo, me haces daño!", espetó ella, tropezando detrás de él mientras él marchaba hacia su ala privada.
Él no aflojó su agarre.
No disminuyó la velocidad.
Ni siquiera la miró.
Su voz, cuando finalmente habló, fue un gruñido bajo y traicionero:
"Te lo advertí".
Emilia tiró con fuerza, liberándose de su agarre. Se tambaleó hacia atrás, frotándose la muñeca dolorida, mirándolo fijamente.
"¡¿Qué te pasa?!" —gritó ella, respirando con dificultad.
Mateo se giró lentamente.
Y la expresión de su rostro…
Sombría.
Tormentosa.
Posesiva.
Rota.
—¿Qué me pasa? —preguntó, señalándose con incredulidad—.
—¿Qué me pasa, Emilia?
Dio