Emilia no le respondió a Valeria.
Su silencio era de esos que podían alterar el ambiente de una habitación: pesado, frío, peligroso.
Valeria siguió hablando, presa del pánico, con la voz quebrada:
—¡Mateo NUNCA te creerá! ¡Será mi palabra contra la tuya! Me conoce desde siempre...
Pero Emilia ya le había dado la espalda.
Se agachó junto a Mateo, apartándole el pelo de la frente. Tenía la piel caliente, la respiración irregular, las pupilas medio dilatadas. La droga aún lo recorría. Estaba lo suficientemente consciente como para murmurar... pero lejos de estar sobrio.
Lo levantó —luchando, con la respiración temblorosa— y medio lo cargó, medio lo arrastró fuera de la habitación.
Valeria se quedó allí temblando, su plan arruinado de nuevo.
Cuando Emilia llegó a la habitación de Mateo, lo depositó con cuidado sobre la cama. Lo cubrió con una manta; sus manos temblaban de ira, miedo... y algo que no quería nombrar. Se giró para irse.
Fue entonces cuando sucedió.
La mano de Mateo se estiró