El tiempo se había disuelto en la habitación oscura. No había relojes, ni ventanas, ni el sonido del mundo exterior para marcar el paso de las horas. Para Matilde, la existencia se había reducido al dolor sordo en sus hombros y al roce de la seda contra sus muñecas, que ahora se sentía como alambre de espino.
Estaba sedienta. Su garganta era un desierto de papel de lija. El vestido de novia, esa obra maestra de la alta costura, era ahora un trapo sucio y arrugado que olía a sudor frío y a desesperación.
La puerta se abrió. Una franja de luz del pasillo cortó la penumbra, y Thomas entró.
Traía una bandeja de plata con agua, fruta y unas tostadas. El olor a comida caliente provocó una náusea violenta en el estómago vacío de Chloe.
Thomas cerró la puerta y dejó la bandeja sobre la mesita de noche. Se movía con una frescura insultante, recién duchado, oliendo a jabón caro y a victoria.
—Debes tener hambre —dijo, sentándose en el borde de la cama. Su peso hizo que el colchón se hundiera, i