El pañuelo blanco en la mano de Thomas brillaba con una inocencia engañosa bajo la luz tenue del despacho. Pero el olor que emanaba —un dulzor químico, acre y penetrante— llenó el espacio entre ellos, borrando el aroma de las rosas y el perfume caro. Era el olor del olvido.
Chloe dejó de respirar por instinto. Su espalda estaba pegada al cristal frío del ventanal, atrapada entre la tormenta que rugía fuera y el huracán silencioso que tenía delante.
—No te acerques —advirtió ella. Su voz era un gruñido bajo, animal. La sofisticada prometida había desaparecido, solo quedaba la superviviente acorralada.
Thomas se detuvo a un metro de distancia, la paciencia de un santo, o de un sociópata, pintada en su rostro.
—No lo hagas difícil, Matilde. —Pronunció su nombre de nuevo, saboreando las sílabas como si fueran un vino añejo que había estado guardando para una ocasión especial—. La histeria no te sienta bien. Arruina el maquillaje.
—¡Estás loco! —gritó ella.
Con un movimiento desesperado, s