El sol no salió ese día sobre la mansión Davenport. El cielo simplemente cambió de un negro absoluto a un gris metálico y enfermo, como si el mismo día se negara a ser testigo de lo que estaba a punto de ocurrir.
Para Chloe, el amanecer no trajo luz, sino ruido.
Desde las seis de la mañana, su cuarto se había convertido en un centro de actividad para el escuadrón de estilistas, asistentes y peluqueros, contratados por Thomas, que revoloteaban a su alrededor, preparándola para ese gran día.
La trataban con una reverencia mecánica, tocándola con manos frías, empolvando su piel, estirando su cabello, pintando una sonrisa sobre un rostro que se sentía de yeso.
Chloe permanecía sentada frente al espejo, inmóvil. Se había disociado. Había abandonado su cuerpo, dejándolo allí como un maniquí de carne y hueso para que ellos lo adornaran, mientras su mente estaba encerrada en un búnker oscuro, repasarando los pasos de su plan suicida.
«La ceremonia es a las doce. Los invitados llegarán a las o