El salón principal de la mansión Davenport se había transformado en una prisión de encaje y seda.
Los muebles antiguos habían sido apartados para dar paso a espejos de cuerpo entero, pedestales y un ejército de asistentes que revoloteaban alrededor de Chloe como cuervos blancos.
Ella estaba sobre una plataforma circular, los brazos ligeramente extendidos, mientras una diseñadora francesa ajustaba con alfileres el corpiño de una creación que costaba más que la vida entera de la mayoría de las personas.
El vestido era una obra maestra de la alta costura y una jaula perfecta.
Seda color marfil, pesada y lustrosa, caía en cascada desde su cintura hasta el suelo, extendiéndose en una cola interminable que ocupaba la mitad de la habitación. El corsé estaba tan ajustado que cada respiración de Chloe era una negociación dolorosa con sus propias costillas. El encaje subía por su cuello y bajaba por sus brazos, cubriendo su piel como una segunda capa de escarcha.
No se sentía como una novia.