83. Fuera de mi casa

Las manos de Medea temblaban mientras terminaba de vestir a su hija. En su rostro se reflejaba una preocupación profunda, tan evidente que la pequeña no pudo evitar alzar su manita para acariciarle la mejilla.

—¿Qué tienes, mami?

Medea levantó la mirada y le dedicó una sonrisa triste.

—Hoy empiezas la quimioterapia, mi vida —le dijo, tomando sus diminutas manos entre las suyas—. Tendrás que quedarte en el hospital por un tiempo.

—¿Por qué? —preguntó la niña, con los ojos humedecidos.

—Para que puedas ponerte bien —Medea le acarició la carita—. Encontramos una cura para ti. Yo seré tu donante, cariño. Haré todo lo posible para que te recuperes.

—¿Tú? —la pequeña parpadeó—. ¿Y si te pasa lo mismo que a mí?

—Eso no va a pasar. Estaré bien, cielo —le sonrió con ternura para tranquilizarla—. Solo me entristece estar lejos de ti, pero te prometo que iré a verte todos los días.

—No quiero ir, mamá —su labio inferior tembló antes de que rompiera a llorar—. ¿Va a doler?

—No, mi amor —Medea la
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