3. Descubrimiento

—Rogelio —llamó Medea con un tono sombrío—, necesito que hagas algo por mí.

—¿Qué necesita?

Él la miró con extrañeza. No era común verla con aquella expresión: el rostro endurecido, los ojos fríos, sin rastro de emoción.

—Primero, asegúrate de que no haya nadie cerca. Luego cierra la puerta —ordenó.

Aunque no entendía qué estaba ocurriendo, el anciano obedeció sin protestar. Asomó la cabeza al pasillo, escudriñó ambos lados con cautela y, al no ver a nadie, cerró la puerta con discreción. Volvió hacia ella.

—Listo.

—Quiero que vayas a la habitación de Alin —dijo, sentada en la cama, con ambas manos apoyadas sobre su bastón—. Revisa entre sus cosas sin que nadie te vea. Necesito que tomes una hebra de cabello de su cepillo, pero asegúrate de que tenga raíz. Ahora mismo la niña está en la escuela, así que no hay peligro.

—¿Qué? —exclamó el hombre, desconcertado—. ¿Por qué quiere hacer eso, señora? ¿Pasa algo?

—Pasan muchas cosas, Rogelio —respondió con voz gélida—. Cosas que han estado ocurriendo frente a nuestros ojos… y no las hemos visto.

—Entonces quiero saber…

—Primero haz lo que te pido —lo interrumpió—. Confío en ti, Rogelio. ¿Puedo seguir haciéndolo?

—Esa pregunta me ofende un poco, señora. Por supuesto que sí.

—Entonces ve. Tráeme lo que te pedí. Y no dejes que nadie te vea… menos Saphira.

Rogelio no dudó. Asintió y salió de la habitación, cerrando la puerta con cuidado.

Antes de dirigirse a la recámara de la niña, se aseguró nuevamente de que nadie rondara por el pasillo. Ni Saphira, que controlaba al personal, ni ninguna de las criadas.

Cuando comprobó que el camino estaba libre, entró con sigilo. La habitación era una mezcla armoniosa de rosa y blanco, decorada con muebles elegantes y juguetes costosos. Alin era la consentida, la niña afortunada… Medea la amaba profundamente. ¿Entonces por qué le pedía algo así? Rogelio no lo comprendía, pero no iba a cuestionarla. Debía tener sus razones.

Se apresuró a buscar el cepillo. Lo encontró sobre la cómoda. Miró hacia la puerta con nerviosismo y luego al objeto en su mano. Comenzó a extraer con cuidado cabello por cabello. A pesar de su edad, su vista seguía siendo aguda.

El corazón le latía con fuerza. El primer cepillo no servía, no encontraba lo que necesitaba. Abrió cajones, revisó con rapidez hasta dar con otro cepillo, este con más cabellos enredados. Sonrió con alivio al hallar una hebra completa, con la raíz blanca y bulbosa todavía adherida.

Tomó varias hebras y volvió a colocar todo en su lugar. Sin embargo, justo antes de cerrar el último cajón, algo llamó su atención: una fotografía en el fondo.

Frunciendo el ceño, la tomó con cuidado. Al observarla, su expresión se endureció. En la imagen aparecían Elian, Saphira y la niña. Había sido tomada en un parque. La pequeña sonreía con entusiasmo en el centro, mientras Elian y Saphira estaban muy cerca uno del otro… demasiado cerca. Rogelio notó con incomodidad cómo la mano de Elian descansaba sobre la cintura de la sirvienta.

¿Qué significaba eso?

Consciente de que ya se estaba demorando, dejó la foto exactamente donde la encontró y salió de la habitación con sigilo. Por fortuna, nadie lo había visto. Aun así, una inquietud crecía en su interior.

¿Debería contarle a Medea lo que había visto? Dudaba. No quería herirla… y temía hacerlo. ¿Acaso ella sabía cuán cercanos eran esos dos?

No lo creía. Medea era dulce, confiada… y, lamentablemente, ciega.

—¿Lo has conseguido? —preguntó Medea al escuchar los pasos entrar en la habitación. Reconocía a Rogelio por el sutil aroma de su colonia—. ¿Nadie te vio?

—Lo tengo, señora —respondió él con cierta duda en la voz—. Le aseguro que nadie me vio.

—Perfecto —asintió ella—. Necesito que me hagas otro favor.

—Antes de eso… debo decirle algo —dijo Rogelio, acercándose con paso lento. Se sentó a su lado en la cama, como tantas veces lo había hecho. Medea siempre le permitió ese gesto. Para ella, él era como un padre—. Encontré algo más en la habitación de la niña.

—¿Qué fue? —preguntó. Una grieta invisible se abrió en su pecho incluso antes de oír la respuesta.

—Una fotografía —respondió él con el ceño fruncido—. Estaban su esposo, la sirvienta… y la niña. En un parque. Se veían muy...No sé cómo explicarlo.

—Ya lo sé —dijo ella, esbozando una sonrisa amarga—. Demasiado cercanos, ¿verdad? Como si fueran una familia. No tengas miedo de decirlo.

—Sí, señora. Justo así se veían.

—Porque lo son, Rogelio. Son amantes. Me han estado engañando todo este tiempo.

—¿Qué? —el anciano se incorporó, indignado—. ¡No puede ser! Si el señor...

—Parecía amarme —lo interrumpió con un dejo de ironía—. Eso es lo que todos creen. Aunque, ¿sabes? Empiezo a sospechar que los demás sirvientes también lo saben. En esta casa me siento rodeada de serpientes. Ya no sé en quién confiar.

—En mí, señora. Siempre podrá confiar en mí.

—Lo sé —respondió con una sonrisa cálida, aunque sus ojos no pudieran verlo—. Anoche… Elian no durmió conmigo. Se hizo tarde, así que quise llamarlo. Cuando llegué a la habitación de Saphira… los escuché. Estaban juntos. Hablaban de mí, con desprecio… mientras tenían relaciones.

—Dios mío… —murmuró Rogelio con los ojos muy abiertos, como si se resistiera a creerlo—. ¿Cómo pudieron hacerle eso?

—Por eso te pedí lo del cabello —tragó saliva, conteniendo el temblor en su voz—. Porque escuché algo más… Saphira dijo que Alin era su hija. Tal vez estoy siendo paranoica, pero… la actitud de Alin ha cambiado. Desde el accidente, todos actúan diferente conmigo. Como si ya no tuvieran que fingir.

Medea respiró hondo.

—Por eso necesito tu ayuda, Rogelio. Nadie debe enterarse de esto. Nadie. Pase lo que pase.

—Cuente conmigo, señora. Dígame qué más necesita.

—Quiero que lleves esto a un laboratorio —dijo, extendiéndole una pequeña bolsa—. Es una hebra de mi cabello. También toma la de Alin. Pide que realicen una prueba de ADN mitocondrial. Necesito saber si realmente… es mi hija.

—Señora...

El corazón de Rogelio se encogió al verla llorar. Varias lágrimas fluían de sus hermosos ojos color zafiro, ojos que ya no podían ver, pero que seguían sintiendo cada herida como si fuera una puñalada.

—¿Y si ella… no resulta ser su hija? —preguntó con pesar—. ¿Qué hará entonces?

—Buscar a la mía —declaró con un tono de voz condescendiente—. Y haré pagar a quienes me la arrebataron. Me llevaré todo a mi paso, Rogelio. No dejaré piedra sobre piedra. Hundiré a cada uno de esos miserables. Van a pagar el doble de todo mi sufrimiento. Te lo juro.

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