El doctor llegó a la mansión con rapidez, eso al menos calmó la angustia de Viena.
Su paso era firme, decidido, y su mirada recorría con rapidez el entorno mientras cargaba su maletín de cuero. Al instante se dirigió hacia el pequeño Rafael, que yacía sobre la cama con el rostro enrojecido por la fiebre y la debilidad que lo hacía casi irreconocible.
Viena entró apresurada detrás de él, con el corazón, latiéndole tan rápido que sentía que iba a salirse del pecho.
Norman la seguía a un paso más lento, pero igual de tenso, observando cada movimiento del médico, cada gesto, como si la vida de su hijo dependiera de cada segundo.
—Tiene una infección —dijo el doctor, sin perder tiempo—. Le inyectaré un antibiótico y un antipirético, esto ayudará a bajar la fiebre y aliviar los síntomas.
La tensión en la habitación era casi insoportable. Viena sostuvo la mano de Rafael mientras el médico preparaba las inyecciones.
Cada movimiento parecía una eternidad, y ella sentía que su corazón podía est