Viena estaba en el suelo, su cuerpo estremecido por el dolor.
Cada golpe le arrancaba el aire de los pulmones, cada patada le desgarraba no solo la piel, sino también la dignidad.
Sentía el sabor metálico de la sangre en sus labios, y un zumbido en los oídos que la hacía sentir que el mundo se desmoronaba a su alrededor.
La bofetada final resonó como un trueno, y por un momento pensó que no podría levantarse nunca más.
Pero entonces, los gritos de alguien cercano rompieron la brutal paliza.
Los hombres, cobardes como las ratas que huyen de la luz, se detuvieron y corrieron, dejando a Viena tirada en el frío pavimento.
Su respiración era un jadeo entrecortado.
El dolor en sus costillas la hacía retorcerse, pero aún peor era el miedo.
Sintió unas manos cálidas que la tomaban con cuidado. Era una compañera de trabajo, una enfermera del hospital donde laboraba. El rostro de aquella mujer reflejaba horror y compasión al mismo tiempo.
—¡Viena, Dios mío! —exclamó la enfermera, tratando de ay