Norman abrió la puerta con violencia, su figura imponente llenó la sala como una sombra. Su voz tronó con la fuerza de un martillo contra el hierro.
—¡Ustedes están despedidas! —sentenció con una dureza que no admitía réplica—. Vayan con el ama de llaves, recojan su dinero y sus pertenencias. ¡Ayer enviaron a Viena afuera, bajo la lluvia, no la dejaron volver por toda la noche! ¿Qué pretendían? ¿Matarla?
El silencio se hizo espeso.
Las mucamas se miraron entre ellas, aterradas, como si la sentencia fuera más pesada que la muerte. Una de ellas intentó balbucear, pero apenas fue un murmullo tembloroso.
—S-señor, somos inocentes…
La otra, con los ojos cargados de veneno, apuntó a Viena con un dedo acusador.
—¡Fue ella! Esa mujer es una zorra, ¡es la amante de su marido!
La acusación cayó como un rayo. Viena dio un paso atrás, con el rostro pálido, y Paula, que hasta ese momento había guardado silencio, lanzó una carcajada fría, como un cristal que se rompe en la oscuridad.
—El punto es q