Javier se quedó de piedra al verlos besarse.
La imagen lo atravesó como un cuchillo helado: Norman sosteniendo a Paula con firmeza, sus labios unidos, como si todo lo demás dejara de existir.
No lo esperaba.
Sintió un dolor que ardía en sus entrañas, un ardor que subía a su garganta como un grito contenido.
El pecho le pesaba, como si en cualquier momento fuese a colapsar.
De pronto, se sintió pequeño, vulnerable, con un deseo desesperado de alejar a su mujer de esos brazos.
Pero no iba a gritar; en su lugar, la rabia se apoderó de él como un incendio sin control.
Con pasos firmes, casi bufando de coraje, se acercó a ellos, apartándolos de un empujón lleno de furia.
—¡¿Qué haces tú aquí?! —gritó, la voz quebrada por el resentimiento.
Paula lo miró con desdén, y Norman ni siquiera pareció inmutarse.
—¡Qué te importa! —exclamó ella, pasándole por enfrente, sin detenerse, como si él no fuera más que un estorbo en el camino.
El corazón de Javier se rompía con cada segundo, y la humillació