Ezequiel se paró en la acera frente a la calle, desde allí, de pie, con las manos en los bolsillos, observó los restos de sangre que la lluvia no había logrado arrastrar, y por más que quiso, no pudo hacer que las lágrimas le salieran de los ojos. Ya había llorado mucho, tanto que no le quedó de otra que salir de su miseria e ir a la casa de Harrison. El hombre había insistido rotundamente en que debían encontrarse y Ezequiel quiso pensar que sabía el paradero de Eloísa.
Lucas lo abrazó por detrás, desde el instante en que supieron que su hermana había desaparecido el joven empresario no se había separado de él, y Ezequiel le agradeció en silencio, era una excelente compañía y se sentía tremendamente a salvo a su lado, como si en sus brazos trigueños nada pudiera pasarle. Se giró y enterró la cara en el hueco que formaba el cuello y el hombro del hombre y aspiró el olor dulce que tanto comenzaba a gustale. Las manos cálidas de él le acariciaron la espalda.
—¿Si era su sangre? —le pre