El eco de los pasos resonaba en los pasillos subterráneos del castillo. Lucien guiaba a Eliana hacia un lugar donde jamás había estado: la cámara del consejo vampírico. El aire se volvía más frío a medida que descendían, como si la piedra misma susurrara secretos antiguos.
—Escucha y no hables —le advirtió Lucien, con el rostro imperturbable—. Aquí decidirán cosas que tal vez no quieras oír.
Al cruzar el umbral, Eliana se encontró en una sala circular iluminada solo por antorchas negras. En el centro, una mesa de obsidiana reflejaba los rostros tensos de los miembros del consejo. Lyra presidía, con su porte regio, flanqueada por vampiros ancianos cuyos ojos brillaban como brasas apagadas.
Todos se volvieron hacia Eliana. La atmósfera se tensó.
—La sangre de luna —dijo uno de los ancianos, con voz ronca—. La clave para acabar con las hadas de una vez por todas.
Eliana apretó los puños. No le gustaba cómo la observaban: no como persona, sino como un arma.
Lyra alzó la mano para imponer s