Eliana no tuvo tiempo de asimilar la decisión del consejo. Esa misma noche fue conducida a una sala apartada del castillo, lejos de los salones iluminados. Allí, el aire olía a humedad y piedra antigua. La esperaba Lucien, apoyado contra una columna, con la misma expresión enigmática de siempre.
—Así que el consejo ya te reclama como suya —dijo con una sonrisa irónica—. Qué rápido olvidan que las cadenas doradas siguen siendo cadenas.
Eliana lo fulminó con la mirada.
—¿Tú sabías que me traerían aquí?
—Lo sabía —respondió con calma—. Y también sé que no sobrevivirás si no aprendes a usar lo que llevas dentro.
Ella cruzó los brazos, dudando.
—¿Por qué habría de confiar en ti?
Lucien dio un paso al frente, su voz grave, casi un susurro.
—Porque yo soy el único que puede enseñarte a controlar tu don. El consejo solo quiere aprovecharlo. Yo quiero que aprendas a usarlo para ti.
Eliana no respondió, pero la tensión en su pecho se relajó apenas un poco.
Las primeras lecciones fueron descon