Eliana apenas podía contener su asombro. A medida que se adentraban más en el valle, el reino de las hadas se desplegaba como un tapiz viviente, tejido con hilos de luz y naturaleza. Cada rincón parecía respirar, como si la tierra, el aire y el agua estuvieran despiertos y conscientes de su presencia.
El suelo no era piedra ni tierra común, sino un mosaico de raíces y flores que se entrelazaban para formar senderos. Al caminar, las plantas se apartaban suavemente bajo sus pasos, y luego volvían a cerrarse, como si el bosque reconociera a cada viajero. Las luciérnagas flotaban en el aire, pero no eran insectos: eran fragmentos de pura energía que iluminaban con un resplandor suave, cambiando de color según la emoción que reinaba en el ambiente.
En el horizonte se alzaban torres esbeltas, no construidas con ladrillos, sino modeladas a partir de cristales gigantes que reflejaban la luz de mil tonos. Algunas parecían flautas inmensas, otras como árboles petrificados que habían crecido has