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El silencio que siguió a las palabras de Caelan parecía tener peso propio. Liria sentía que el aire se había vuelto denso, casi irrespirable, mientras observaba el rostro de su esposo transformarse ante sus ojos. Ya no era el monarca impenetrable, sino un hombre atormentado por fantasmas que nunca habían dejado de perseguirlo.

—Serelis llegó a Norvhar como tú —comenzó Caelan con voz ronca, mirando hacia las llamas danzantes de la chimenea—. Una extranjera, una forastera. Pero a diferencia de ti, ella no venía como parte de un acuerdo matrimonial. Era una emisaria, supuestamente enviada para establecer lazos comerciales.

Liria permaneció inmóvil, temiendo que cualquier movimiento pudiera romper el hechizo de sinceridad que parecía haber caído sobre él.

—Yo era joven, demasiado joven para el peso de la corona que acababa de heredar —continuó—. Mi padre había muerto recientemente, y los consejeros me rodeaban como buitres, esperando que cometiera errores. Y entonces apareció ella.

Caelan
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