La noche se deslizaba como tinta derramada sobre el castillo de Norvhar. Liria permanecía despierta, con los ojos fijos en el techo de su habitación mientras las sombras danzaban al ritmo de la única vela que iluminaba su alcoba. El descubrimiento del día anterior —aquella piedra suelta tras el tapiz de su habitación— la mantenía en vela.
Cuando el reloj de la torre marcó la medianoche, se incorporó. El castillo dormía, pero ella no. Con dedos temblorosos, apartó el pesado tapiz que ocultaba la pared norte de su habitación. La piedra seguía allí, ligeramente desalineada del resto. Presionó con determinación y, tal como había comprobado esa mañana, cedió hacia adentro con un crujido sordo.
El hueco que apareció ante ella era apenas suficiente para que una persona delgada se deslizara. Liria tomó la vela, respiró hondo y se adentró en la oscuridad.
El pasadizo era estrecho y húmedo. Las paredes de piedra rezumaban una humedad ancestral que parecía susurrar secretos olvidados. Avanzó con