LUCIEN MORETTI
El silencio pesaba más que cualquier plomo. Me quedé quieto en el umbral de la habitación, con la respiración entrecortada y el pecho latiendo como si hubiera corrido kilómetros. Tía Kate fue la primera en reaccionar: caminó hacia mí con esa elegancia que no necesita esfuerzo, tomó mi mano con firmeza y me atrajo más cerca.
Mamá me acarició el rostro con la suavidad de una madre que parece tener siempre la respuesta al dolor de sus hijos.
—Hijo… —su voz fue apenas un susurro, cálido, protector—. Dinos, ¿qué te tiene así? Puedes confiar en nosotras.
La miré a los ojos, luego a Kate. Ellas, las dos mujeres que más respeto en este mundo. Reinas de hierro en un universo que solo ofrece muerte, pero al mismo tiempo capaces de darme un abrazo que desarma. Inspiré hondo y solté el aire lentamente.
—No sé por dónde empezar… —murmuré, bajando la mirada.
Kate apretó mi mano, como empujándome a hablar.
—Empieza por la verdad, Lucien. No hay juicio en esta habitación.
Tragué saliva