SILVANO DI SANTINO
El edificio estaba en silencio. Todos se habían ido. Incluso ella.
Pero yo seguía ahí.
Frente a mi escritorio, en penumbras, con la chaqueta sobre los hombros y las manos aún temblando.
La imagen de Adeline colapsando me seguía martillando la cabeza. Su piel pálida. Sus labios temblando. Su miedo.
Ese miedo visceral que paraliza. Que no se puede fingir.
La apreté contra mí como si pudiera prestarle mi aire. Como si eso bastara para salvarla.
Como si mi cercanía pudiera borrar su dolor.
Y luego vino él.
Lucien.
El dueño de su mundo. Su hombre. Su héroe
Lo entendí todo en el instante en que abrió la puerta de una patada y corrió hacia ella sin dudar.
Ese hombre… daría la vida por Adeline.
Y yo… también.
Pero la diferencia entre él y yo era tan clara como abismal.
Él era fuego. Yo era cenizas.
Él era la realidad. Yo, una ilusión que se desvanecía con el amanecer.
Yo era el que servía café. El que respondía correos. El que la miraba de lejos como un idiota.
El que supo