SILVANO DE SANTIS
El reloj marcaba las 08:59 cuando crucé la entrada de la oficina, puntual como siempre. Vestía mi traje oscuro, la corbata perfectamente ajustada y el rostro tan sereno como de costumbre. Cada paso era exacto, medido. La imagen del asistente ideal: impecable, silencioso, eficiente.
Pasé junto a la recepcionista, que me saludó con una sonrisa automática. Como siempre, no respondí. No por falta de educación, sino porque las conversaciones triviales no eran parte de mi día. Llegué hasta la oficina de Adeline. Abrí la puerta con la misma rutina de todas las mañanas.
Todo estaba en su lugar: la taza limpia, los documentos perfectamente alineados, la botella de agua de limón sobre el escritorio. La luz apagada. La silla vacía. Me detuve un segundo. Todo estaba como debía estar… excepto ella. Miré mi reloj y debería estar llegando, poro no aparecía por la puerta.
Caminé hasta mi escritorio y encendí el monitor. Revisé el sistema interno de asistencia. Ningún ingreso regist