ANNELISSE DE FILIPPI
La campanita de la puerta sonó con ese tintineo suave que anuncia que algo bueno está por comenzar. El aroma a mantequilla, canela y masa horneada nos envolvió como una caricia. La pastelería de la señora Margarita era exactamente como me la había imaginado: acogedora, con cortinas floreadas, estanterías de madera llenas de frascos de dulces, y una vitrina que parecía sacada de un cuento.
—Esto… es el paraíso —susurré, apretando el brazo de Addy mientras mirábamos los pasteles.
—Me vas a hacer llorar de hambre —dijo ella, sonriendo—. ¿Viste esa tarta de nuez con miel?
—Y esa de chocolate… ¡Mira, tiene pétalos de rosa encima!
Una joven apareció desde la cocina, con un delantal blanco y una trenza un poco suelta que le daba un aire adorable y casero. Clara. Sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas por el calor del horno. Se veía preciosa. Y sin esfuerzo.
—¡Buenos días! —dijo con una sonrisa dulce, limpiándose las manos en el delantal—. ¡Qué alegría verlas por aqu