LUCIEN MORETTI
La luz de la mañana entraba filtrada por las cortinas gruesas de la sala de guerra en la que se había convertido nuestra sala de reuniones. Olía a café recién hecho y a papel impreso. El alta médica me supo a tregua, no a victoria. Las costillas tiraban como alambre tensado cada vez que inhalaba hondo, recordándome el muro que me estampó Seraphim siete días atrás. Addy me había prometido que me rompería la otra mitad si intentaba hacerme el héroe antes de tiempo. Y, aun así, aquí estaba: sentado en la cabecera larga de la mesa de conferencias, mirando el tapiz de pantallas que parpadeaban con mapas, correos intervenidos y diagramas de flujo que solo Oliver y Tiffany parecían leer como si fueran poesía.
Anny y Silvano habían regresado de España al amanecer, cubiertos de sal y ojeras, pero con la satisfacción áspera del que trae a los suyos de vuelta. Asher y Clarita se quedaron allá, en convalecencia, custodiados por hombres de mi tío y por un país entero que no sabe que