LUCIEN MORETTI – ITALIA

Desde la ventana de mi despacho, observaba la ciudad dormida. Todo estaba en orden: los informes del tráfico de armas, los contratos firmados, los juramentos de lealtad sellados con sangre. Todo… excepto yo.

Tenía un vaso de whisky en la mano. Lo giraba entre los dedos, como si eso pudiera calmar el temblor que me recorría por dentro. En la pantalla frente a mí, una transmisión secreta. Una cámara satelital. Una imagen congelada.

Adeline.

Estaba en el jardín, sonriendo con Anny. No sabía que la miraba. Que cada noche, como un condenado, me aferraba a esa única escena para recordarme por qué hacía todo lo que hacía.

—¿Por qué sigues haciéndote esto, hijo? —preguntó mi padre desde la puerta.

Él había viajado a Milán para acompañarme. Al principio pensaba que aún había vuelta atrás, pero cuando vio que no, empezó a entrenarme, a darme consejos sobre cómo moverme en este mundo. Técnicas de pelea letales, rápidas. Yo le pedía ayuda. Y se la agradecía. Tío Bastien ta