SILVANO DE SANTIS
Una sola luz iluminaba la sala.
Sangraba.
El ardor en mi hombro era constante.
No grave. No letal. Solo un maldito rasguño.
Pero el verdadero dolor no venía de la herida.
Venía del no saber dónde estaba ella.
De haberla escuchado gritar mi nombre mientras caía.
De haber sentido su cuerpo temblar cuando la subían a esa van.
Estaba atado a una silla metálica con una mano esposada a la mesa y la otra libre. El cuarto era lúgubre, con paredes de concreto y una lámpara parpadeante que colgaba como en una película de tortura barata.
Mis dedos tantearon el frío del metal tratando se dislocar mi pulgar para liberarme de las esposas pero no pude.
MlERDA...
Todo había sido una trampa.
La puerta se abrió con lentitud.
Un hombre alto, con una máscara de kevlar, entró caminando con un ritmo casi elegante. Llevaba guantes, y un traje táctico negro, se notaba que era un asesino, entró caminando con la calma de quien sabe que tiene el control.
—Vaya, vaya… despertaste, De Santis.
Le