ADELINE
Lucien y yo seguíamos en el suelo, rodeados de migas, chocolate y el desastre que habíamos provocado comiendo como si no hubiera mañana. Aún sentía la cara tensa de tanto reír, especialmente después de ver la cara de mi papá entrando por la puerta con la furia de mil tormentas. Parecía que acababa de vernos desnudos en medio de una orgía, y lo único que hacíamos… era compartir galletas.
—¿Viste su cara? —dije entre carcajadas—. Juró que nos encontraría haciendo el amor en su santuario familiar.
Lucien se rió también, esa risa baja y grave que siempre me derrite el corazón.
—Lo amo, pero por Dios… tu papá está a un paso de instalar una cámara en mi cepillo de dientes.
—Y sensores de movimiento en mi ropa interior —agregué, y ambos estallamos otra vez.
Nos quedamos mirándonos en silencio unos segundos, recuperando el aliento entre risas. Había algo cálido en la habitación, algo más allá del chocolate y la leche tibia. Era ese tipo de silencio que te envuelve, te aprieta el pecho