ADELINE DE FILIPPI
Después de la cena, lo encontré en la biblioteca. Estaba de pie, de espaldas a mí, hojeando un libro con una calma que no le conocía. Sus hombros anchos estaban cubiertos por una camisa negra, su postura impecable, y ese perfume… su perfume. Inconfundible. Pero ya no era ese aroma que abrazaba. Ahora… cortaba. Ya no me envolvía. Me atravesaba como una navaja invisible.
Respiré hondo. Entré.
—Lucien… —mi voz salió más suave de lo que planeé.
No se giró. Solo dijo:
—Dime.
Eso fue todo. Frío. Cortante. Nada de “Addy”. Nada de dulzura. Tragué saliva, sintiendo que cada paso que daba hacia él me alejaba más del recuerdo del niño que una vez me adoró.
—Solo quería hablar contigo. Saber cómo estás.
Cerró el libro y lo dejó sobre la mesa. Entonces se giró, despacio, con una calma calculada. Su rostro era de piedra. Sus ojos azules, esos que tantas veces me miraron como si fuera su mundo entero, ahora estaban vacíos. Fríos. Inquebrantables.
—Estoy bien. Gracias por preguntar