LUCIEN MORETTI
La luz del amanecer se colaba por las cortinas del hotel, acariciando con suavidad los cuerpos entrelazados sobre la cama. El aire aún olía a champagne, a flores… a nosotros.
Me desperté antes que ella.
Addy dormía profundamente, con la cabeza apoyada sobre mi pecho y una de sus piernas enredada entre las mías, como si incluso dormida se aferrara a mí. Su respiración era pausada, tranquila. Tenía una mano sobre mi abdomen, y sus labios curvados en una pequeña sonrisa. Parecía feliz. Y eso era todo lo que yo necesitaba.
No quise moverme. No quise romper ese instante sagrado en el que todo estaba bien, en el que el mundo se quedaba fuera de estas paredes. Mis dedos se deslizaron por su espalda desnuda, dibujando líneas invisibles sobre su piel de seda. La besé en la frente, muy despacio, y ella se removió suavemente, sin abrir los ojos.
—Mmm… —murmuró con la voz dormida—. ¿Es de día ya?
—Sí, mi amor —susurré contra su cabello—. Pero aún tenemos tiempo.
—¿Tiempo para qué?