El alba del día esperado llegó con una luz dorada que se filtraba por los jardines de la mansión, como si el universo entero se hubiera detenido para bendecir la unión de Chiara y Adriano. Un leve perfume a azahar flotaba en el aire, mezclándose con el aroma dulce del limonero que crecía junto al patio central, símbolo tradicional de fertilidad y prosperidad en las bodas sicilianas. Los sirvientes ya vestían los bancos con manteles blancos bordados, mientras una alfombra roja extendida conduciendo al altar marcaba el camino que tanto les costó recorrer.
Chiara despertó antes del alba. Su vestido de novia —hecho especialmente para la ocasión, con encaje de burano y seda perlada— colgaba en el gran ropero como un susurro de elegancia, puro y firme como la decisión que estaba a punto de tomar. Pero era el velo lo que más significado tenía para ella: una pieza antigua, bordada a mano por su abuela, que su madre había llevado el día de su propia boda. Era más que un recuerdo; era un legado