Adalberto...
La biblioteca estaba casi a oscuras. Solo la lámpara de escritorio, con su luz cálida y amarillenta, alumbraba la estancia, proyectando sombras alargadas sobre los muros cargados de libros. Adriáno, el Don, permanecía de pie frente a la mesa de roble, las manos apoyadas en ella, los ojos fijos en la puerta. Había aguardado demasiado tiempo este momento.
Los pasos resonaron al otro lado del pasillo, firmes, seguros, como los de un hombre que jamás teme a nadie. La puerta se abrió lentamente, y Adalberto apareció con su habitual elegancia: traje impecable, corbata perfectamente anudada, el gesto sereno de quien se cree dueño de cada lugar al que entra.
—Don Adriáno —dijo, inclinando apenas la cabeza—. Me sorprende su llamada a estas horas.
El Don no respondió. Su silencio era más cortante que cualquier palabra.
—Siéntate —ordenó finalmente, con voz grave.
Adalberto arqueó una ceja, pero obedeció. Se acomodó en un sillón frente a la mesa y entrelazó los dedos, esperando.
—¿De qué desea h