Chiara cerró la caja de roble con lentitud, como si temiera que el más leve movimiento pudiera delatarla. Había envuelto el diario con una tela de lino antigua que había encontrado en uno de los cajones. Lo escondió cuidadosamente detrás del gran espejo del tocador, donde la madera estaba un poco suelta. Un escondite improvisado, pero eficaz. Aún sentía en los dedos el peso de las palabras de Martina, aún le temblaba el pecho.
El aire en la habitación estaba cargado. No de polvo, sino de memorias. De lo no dicho. De lo que seguía vivo aunque ya no existiera. Chiara respiró hondo y se quedó de pie frente a la ventana, dejando que la luz del atardecer dorara su perfil. A través del vidrio sucio, los jardines se extendían hacia el horizonte, apagados por la melancolía de agosto.
No lo escuchó llegar.
La voz grave de Adriano la sacó de su ensimismamiento, envolviéndola con una suavidad inesperada.
—Pensé que te encontraría aquí.
Chiara se giró con calma, intentando que su rostro no delata