Adriano salió ese día para asistir a una reunión con sus colaboradores más cercanos. El asunto de la florería de Enzo era bastante importante. Al parecer, alguien había pagado a un joven soldado de una banda de delincuentes recién formada para hacer el trabajo.
—Esto es muy raro. Ustedes y yo sabemos bien que, en esta ciudad, nada se mueve sin que nosotros lo sepamos. Quiero que me traigan a esos niños… o lo que sean —dijo Adriano con voz seca y firme—. Los quiero tener delante de mí.
—Sí, jefe. A nosotros también nos pareció raro. Tenemos todo controlado y nadie mueve un dedo sin que lo sepamos. Son chicos de barrio que quieren dinero fácil. No sabían de quién era el negocio, y mucho menos que estaba bajo su protección, Don Adriano —respondió Antonio—. Los tenemos en la casa de seguridad, en las afueras de la ciudad. Los pobres se hicieron del baño cuando me vieron bajar del coche. Nunca esperaron verme ahí —rió con sorna—. Pero creo que más se harán cuando lo vean a usted.
Adriano n