La antigua villa Bianchi, iluminada por cientos de velas y faroles, brillaba con un aire solemne esa noche. Las fuentes del jardín murmuraban entre flores, y un perfume a jazmín y vino tinto flotaba en el aire como una presencia invisible. Todo estaba dispuesto: una larga mesa de roble barnizado, platos de porcelana, cristalería fina, y al centro, un candelabro antiguo que había pertenecido al abuelo de Adriano, símbolo de poder y tradición familiar.
Chiara, vestida con un elegante vestido de seda color marfil, caminaba al lado de Antonella hacia la gran mesa. Su cabello caía en ondas suaves, y en sus ojos brillaba un leve nerviosismo. Adriano le ofreció el brazo al verla acercarse, y todos los murmullos en la terraza se apagaron.
—Estás preciosa —le susurró Adriano mientras la guiaba al centro de la mesa, en el lugar de honor, justo a su derecha.
—Gracias —respondió Chiara, intentando ignorar las miradas que se clavaban en ella con una mezcla de sorpresa y desconcierto.
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