El topo

Adriano se frotaba las manos mientras caminaba lentamente por la sala de reuniones. El aire olía a cuero, whisky añejo y pólvora reciente. El ataque a su casa no había sido un simple error. Nadie tocaba su hogar sin prepararse para morir. La casa había sido su símbolo de poder, la fortaleza impenetrable que los suyos respetaban y sus enemigos temían.

—Quiero respuestas —dijo, con la voz fría, casi apagada—. Y las quiero ahora.

Antonio fue el primero en alzar la vista. Llevaba años a su lado, desde los días más turbulentos, cuando aún no eran nadie. Pero hasta él sabía que algo había cambiado en la mirada del Don. Ya no era solo autoridad: era rabia.

—Hemos revisado las cámaras, los perímetros, las comunicaciones... Alguien sabía demasiado. —Antonio hablaba con cautela—. No fue un ataque cualquiera, Adriano. Entraron por el lado norte. Esa parte es la más ciega, solo algunos lo saben.

—¿Y quiénes son esos “algunos”? —interrumpió el Don, con la voz cada vez más áspera.

Un murmullo se ex
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