El tren avanzaba entre montañas cubiertas de nieve, cortando el aire helado como un cuchillo que se abre paso entre la carne. Adalberto observaba desde la ventanilla, con los ojos clavados en la bruma que descendía de los Alpes italianos. Los pueblos parecían fantasmas perdidos en el tiempo: casas de piedra, campanarios que emergían como centinelas y un silencio que se filtraba hasta en los huesos.
—El norte… —murmuró con desprecio, apenas audible—. El maldito exilio disfrazado de misión.
No estaba ahí por voluntad propia. Adriano, su hermano mayor, capo indiscutible de la familia Bianchi, lo había enviado con la excusa de "representar los intereses en Lombardía". Pero Adalberto sabía la verdad. Lo había mandado lejos porque no confiaba en él. Adriano siempre lo trató como un peón, nunca como un igual. Y ahora, ese “hermano” lo relegaba a ser un emisario, un perro con correa.
Mientras el tren se detenía en la estación de Como, los recuerdos se le agolparon. La infancia compartida, las